Perseguido, perseguidor

Monday, 27 January 2020 12:08 Administrador
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Ahora sé que no es así, que

Johnny persigue en vez de ser

perseguido, que todo lo que

le está ocurriendo en la

vida son azares del cazador

y no del animal acosado.

JULIO CORTÁZAR

Las lágrimas se mezclan con el sudor. La desesperación cubre todo su cuerpo como una negra burbuja. El miedo amenaza con colapsar su sistema motor y eso es algo que Johnny no puede permitir. Hay que seguir avanzando. Los perros se acercan. Ya se escuchan sus macabras risas de muerte. Sus rabiosas voces se elevan en la noche y se dispersan por todo el bosque. Detrás de los lobos amaestrados, a dos patas, los animales salvajes. ¿Humanos?, ¿personas?, no, cazadores de negros, bebedores de cerveza con rifles en la mano, almas siniestras con sed de sangre en los ojos, corazón abotargado de maldad en estado puro. Él, negro en la noche, huyendo para salvar su vida, la suya y la de su amada. No, Susan no corre a su lado, pero está en su corazón y, al mismo tiempo, allá, postrada detrás de la línea de persecución. La cabeza arde, es una fiebre que quema. El odio habita ahí y la venganza se escribirá con mayúsculas en sucio rojo de sangre sobre blanco racista. Su corazón es la cabaña del infierno y aún así hay un propósito en su loca huida. Tiene un sangriento plan de imposible ejecución y la esperanza muere con la muerte. Pero queda mucho sufrimiento que soportar y grita en la oscuridad. El alarido no sale de su garganta, es mudo en la atmósfera, no amamanta la crispación de los cánidos, pero golpea a sus propias vísceras en un viaje al interior de su cuerpo, frenético, en un eco que bombea sangre a sus piernas que aceleran, que vuelan, que pisan la tierra, que aplastan la hierba; ese bramido que adrenalina su universo de células hasta pintar una sonrisa de joker en su cara mojada.

La noche es cerrada. No hay luna blanca que enturbie la negra escena. El negro corre y los blancos acechan. La banda sonora de los perros pone música a la muerte que se ha escapado en la antesala del día. La velocidad de su cuerpo no precinta la agilidad de su mente: sus pensamientos le invaden, los recuerdos le persiguen como la estela de un cometa en su vertiginosa carrera contra la probabilidad estadística. ¿En qué piensa Johnny mientras respira agitadamente?, ¿qué imágenes le traen a la mente las doscientas pulsaciones que incrustan su corazón en su garganta? En ella piensa. En Susan y en su amor más grande que el mundo. Y eso es mucho combustible, gasolina del más alto octanaje, puro fuego que incendia su alma y le hierve la sangre, le abre las pupilas para ver lo que no se puede ver y le afila los oídos para escuchar el silencio delante y la locura detrás. Y recuerda los tiempos felices, las miradas cómplices, el enamoramiento aterciopelado que todo lo puede, el amor que se desborda, tsunami que arrastra el lodo de los prejuicios e inunda la orilla del racismo más recalcitrante de su mundo: ella es blanca y él es negro. Y viven su amor en una ilusión de universo paralelo que en realidad no existe y cuyo límite está situado en la maldad de los otros. Ellos se adoran en silencio como en una pompa de jabón, hermética creen, pero sucia por miles de miradas cargadas de odio como armas de fuego. Él se concentra solamente en Susan, en la belleza de su amor, en los destellos que le lanzaba con cada mirada. Aquel grandioso amor que le regaló ella, solo compensado por el que a su vez recibió de él.

La cacería va según lo previsto. La extenuación del perseguido corre pareja a la algarabía de los perseguidores que ya huelen la presa. La borrachera que arrastran apenas solapa el hedor nauseabundo de sus corazones, llenos a rebosar de instinto asesino y depravación humana. No hay sombra de duda en sus mentes embotadas por el alcohol y por su racismo exacerbado a partes iguales. Si acaso, sus vacilaciones no son acerca de eliminar o no a un ser humano de la faz de la Tierra, sino sobre el modo en que lo van a ejecutar: "¿lo colgamos?, o mejor, dejemos que lo devoren los perros". Las alimañas parlantes no se cubren el rostro como en los viejos tiempos, no hace falta, aquí se conocen todos; son los mismos zombies que viven una vida que no se merecen, que están tan encharcados en la podredumbre que cuando hablan escupen virus que corrompen el aire que respiramos.

Johnny sigue corriendo. Contra todo pronóstico continúa respirando. El aire entra en sus pulmones tan caliente que amenaza con reventarlos. Él, negro incandescente de la noche, reta al destino. Se mueve en la espesura como una pantera y resuelve cada encrucijada con un instinto que no parece humano. Pero todo el bosque está sangrando. Cada rama que se cruza en su camino se queda con un jirón de su piel y lo exhibe como un trofeo de ese hombre que tiene el corazón de un gigante. Su mente se empeña en seguir recordando y él no quiere porque duele más, mucho más, que las espadas de madera que rasgan su piel, llenándolas de llagas, cicatrices futuras que decorarán la gran herida que le atraviesa las entrañas. Y se niega a recordar ese infierno que rivaliza con éste que vive ahora, que empequeñece por comparación esta terrible noche. Porque han profanado territorio sagrado. Tres salvajes, tres, abusaron de su reina. La han violado sin piedad y eso es algo que altera el equilibrio de las cosas. Han clavado un puñal en el eje de la Tierra y no saldrá el sol hasta que hinque esa daga en el agujero negro donde debería encontrarse el corazón de esas fieras. Merecen la muerte. Y la muerte tendrán. Lo juro.

Pero el demoledor ataque contra la dignidad humana no acaba con la deshonra de su amada, con su daño físico, curable en una conjugación futura de tiempo y amor, ni con el daño psicológico, quizás irreparable. Ellos le acusan. Pintan un diabólico paisaje en el que él, el negro, es el violador de su propia mujer. La abominable calumnia le aplasta como una apisonadora y él no tiene más remedio que abandonar a su maltrecha amada y huir hacia el bosque. Se inicia entonces la persecución, con el sheriff a la cabeza y los tres demonios violadores como lugartenientes. No hace falta solicitar voluntarios entre la muchedumbre, por esos pagos sobra carroña dispuesta a asesinar a un negro, que sea inocente o no es un tema meramente anecdótico. Y Susan violentada, estigmatizada por intimar con un negro, salvajemente agredida y terriblemente humillada, queda confinada, vigilada, amenazada de muerte si osa abrir la boca para liberar la verdad de la jaula de esa sociedad podrida, y acusar a los culpables por cometer el pecado mortal de existir en el mismo mundo que ella. La desesperación más absoluta amenaza con corregir esa aberración, empuñando ella misma su muerte o dejándola penetrar en su cuerpo libremente. Ella, blanca, se ve negra de luto por su negro, blanco de blancos de negro corazón.

De repente Johnny se para en seco, detiene su carrera agónica. ¿Qué ha ocurrido? ¿Está agotado y no puede continuar? ¿Ha escuchado, tal vez, los latidos de un animal salvaje que se aproxima o ha sentido un precipicio delante de él, una muerte en vertical que no se deja ver? No, la interrupción es intencionada, el azar no tiene nada que ver con esto. Lleva tres horas corriendo, ya es suficiente. Su mente calculadora le avisa de que ya están todos (él y sus perseguidores) suficientemente lejos del pueblo (y de ella). Comienza la segunda parte de este juego mortal y confía en llevar la ventaja necesaria para continuar adelante con su maquiavélico plan. El sitio es el idóneo para desaparecer. Mira hacia arriba y su cuerpo sigue ágilmente a su mirada escalando con destreza el árbol origen. Y con gran esfuerzo tiende un puente de rama en rama, de árbol en árbol, a una altura tal que aleje su olor del suelo mientras que se acerca peligrosamente a sus perseguidores. Cuando se ha distanciado lo bastante del lugar donde se pierde su rastro, concluye su periplo aéreo y vuelve a pisar tierra firme. No es tan firme y es lo que anhelaba encontrar para proseguir con su obsesiva idea: aterriza en una sucia y maloliente charca, tan perfecta y tan llena de barro que mientras escucha el estruendo de la jauría tan cerca que aterra, no puede parar de temblar de alegría, de miedo, de frío, presa de un ataque de nervios que amenaza su supervivencia. Se serena apenas lo justo para desnudarse completamente y guardar cuidadosamente toda su ropa (que no llega a mojarse y que mantiene todo su olor) en una bolsa que llevaba consigo y que delata, traidora, la premeditación de su plan. Una vez despojado de sus telas humanas, congelado, convertido en un acosado animal salvaje, se cubre de barro y se entierra en él, dejando unos diminutos orificios para respirar y escuchar. Y espera.

No tardan más que unos pocos minutos en pasar de largo a escasos metros de distancia, los rastreadores, siguiendo la pista que se truncará un poco más adelante. Vivir o morir depende a veces de tan poca cosa, piensa Johnny, enterrado en el fango, y el destino o el azar, ahora lo sabe, rige nuestras vidas más que nuestras propias decisiones. Deja pasar un tiempo prudencial y se incorpora de su lecho de lodo como un espectro se levanta de su tumba. Con la bolsa de ropa debajo del brazo, no huye aprovechando que se encuentra a la espalda de los cazadores (ni siquiera se lo plantea), ahora se dispone a perseguir a sus perseguidores. Lo que empezaron otros lo acabará él.

Embadurnado con ese barro que enmascara su olor, Johnny se mueve en silencio detrás de la marabunta que le busca inútilmente. Los paletos justicieros han perdido el rastro pero, como si estuvieran programados, se separan unos de otros para abarcar más terreno y siguen hacia adelante convencidos de que están dando caza al negro muerto de miedo, que huye despavorido dejándose la piel en el camino. Son incapaces, tan siquiera, de sospechar que Johnny está detrás, que mientras ellos creen que le están acorralando, él se mueve en la sombra, acosándoles a ellos y le están facilitando las cosas. Si no fuera por la gravedad de lo que va a acometer y porque el destino de su vida y la de su amada está en sus manos, Johnny esbozaría una siniestra sonrisa al pensar en la paradoja que se desarrolla en esa noche macabra. Pero no sonríe. Ahora Johnny es un depredador que acecha a sus presas. Y no le vale cualquier animal de los que van por delante. Él solo tiene que ocuparse de los tres que han osado tocar la piel mágica de su diosa. Las otras ratas no le interesan. Tienen su permiso para seguir arrastrándose.

El primero de los violadores se queda petrificado al ser derribado por aquel demonio más negro que un abismo sin almas. El maldito cobarde lo confunde con un fantasma de la noche y está a punto de desmayarse de miedo, pero cuando Johnny, sentado a horcajadas encima de él, le llena la boca con el barro que le supura de la piel, en un torbellino de furia y violencia desmedida, reconoce con terror aquellos ojos incendiarios que ya lo están matando. Johnny observa, furibundo, aquella mirada de hiena asustada y no puede evitar experimentar un enorme placer al golpearle en la cara con una piedra tan grande como su mano, dejándole sin sentido al instante. Seguidamente, le despoja de todas sus ropas y extrae alguna de sus propias prendas de la bolsa, para ponérsela acto seguido al desgraciado. Una vez hecho esto, empuña el enorme cuchillo del hombre que ha dejado aturdido, y se lo clava en una mano, en la otra, agujereando sistemáticamente el cuerpo de su presa, pretendiendo poner un especial cuidado en que ninguna de esas cuchilladas sea mortal, con el fin de que se desangre lentamente, sin salvación posible. Pero es tanta la desesperación, la rabia acumulada y el terrible dolor por su mujer ultrajada, que entra en un paroxismo que le obliga a taladrar el cuerpo del condenado como un poseso. Al final, Johnny recupera el control y cesa en su orgía satánica. Es entonces que eleva su cara ensangrentada al cielo estrellado y, en completo silencio, aúlla disculpas a Dios por hacer lo que hace, por haberse transformado en un salvaje inhumano que destroza con sus propias manos a otro salvaje.

Los compinches del degenerado que yace medio muerto agujereado y ahogándose en su propia sangre, no corren mejor suerte que él. O quizás sí, porque Johnny, ahora experto asesino, se muestra más considerado con sus siguientes presas y les acuchilla comedidamente, sin arrebatos diabólicos, con control, pensando en el dulce final que les tiene reservados. O quizás no, porque ese epílogo es, si cabe, aún más espantoso. Johnny cambia ligeramente el modus operandi con su tercera y última captura y, después de dejarlo agonizando, se lava parsimoniosamente en un charco grande de agua que reflejaba como una película muda el atroz asalto; a continuación se pone las ropas que había arrebatado al pobre infeliz. Finalmente, ya vestido, se queda un instante observando a su víctima postrera y, antes de iniciar el camino de regreso al pueblo, con el fin de recoger a su ahora inmaculada diosa y llevársela lejos de ese infierno, grita con todas sus fuerzas, en una apoteósica catarsis que le sirve para dejar allí al demonio en que se había convertido; ese terrible diablo que él mismo detesta en lo más profundo, pero rigurosamente necesario para llevar a cabo su sanguinaria venganza y salvar sus vidas en blanco y negro. Y el aullido esta vez sí que se puede oír en todo el bosque, se eleva y se propaga por todas partes, aturdiendo a los cazadores racistas y llamando a los perros, que acudirán prestos a su cita con los tres cuerpos que esperan pacientemente a ser devorados.