Una historia americana

Thursday, 24 January 2013 00:31 Administrador
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Sirenas. Gente acumulándose en las aceras, observando atentamente. Caos circulatorio. Un motorista, tres coches de policía rodeándolo. Parece una escena sacada de una película de Antoine Fuqua. Podría ser el inicio de un relato de ficción pero han pasado diecinueve años, cinco meses y doce días. Y es historia, mi historia. Yo era el motorista y vivía por aquel entonces con mi hermano en una camioneta delante de la comisaría de policía de Flint en Michigan, Estados Unidos. ¿Y qué demonios hacía yo allí?
Fue una aventura. Una de esas cosas que haces sin pensar. Te proponen algo insólito y tú, con tus veinte y pocos años, aceptas el envite sin pestañear. Y resultó el viaje más alucinante que he hecho en mi vida. Dos meses enteros en el verano de 1993 cruzando los Estados Unidos de América, de norte a sur y de este a oeste. 33.000 millas de viaje ininterrumpido por treinta y cinco ciudades, treinta y tres estados USA, Ontario en Canadá y Ciudad Juarez en Méjico. Menudo viaje. Increíble viaje. ¿Y qué se nos había perdido allí, tan lejos de casa? Estábamos en viaje de negocios. Así tal cual. Mi hermano consiguió un préstamo de un banco, avalado por su novia de entonces, y se le ocurrió la brillante idea de comprar unas motos americanas e importarlas a España. Como concepto era estupendo, adquiría dos Harley Davidson, una se la quedaba él, la otra la vendía a su regreso a Barcelona y con ella recuperaba el dinero. Si todo salía bien, con todos los contactos hechos regresábamos y se repetía el proceso, pero vendiendo las dos motocicletas a la vuelta. Un business en toda regla. Una locura en la realidad. ¿Mi trabajo?, apoyo logístico e intérprete (mi inglés era para reírse, pero menos da una piedra). Dos apuntes interesantes para el negocio, uno positivo, el otro negativo. En el lado amable de la balanza podríamos poner que en aquella época había pocas Harley en Barcelona, no existía concesionario oficial y las motos venían de importación, así que traerlas directamente si se conseguía arreglar todos los temas de aduana, pagar el container y fletar el barco en el puerto de Nueva York, no era una idea del todo descabellada. En el plano negativo, que a la postre resultó definitivo, el cambio de divisa estaba a la contra por aquel entonces y conseguimos pocos dólares para el negocio.
Nuestro aspecto durante el primer mes era espantoso. Perdí ocho kilos de peso en aquellas cuatro semanas. No teníamos efectivo, casi todo el dinero estaba en un cheque que no pudimos cobrar hasta llegar a un banco de Chicago (cosas del sistema bancario de USA de entonces), y comíamos una vez cada cuarenta y ocho horas. El día en que no se comía resultaba especialmente duro. A veces entrábamos en algún McDonald's y arramblábamos con todo lo que había gratis sobre las mesas, básicamente café y pipas que aderezábamos con kepchup. ¡Qué asco!, aún ahora se me revuelve el estómago sólo de pensarlo. Eso sí, el día que comíamos era brutal. Las palabras All you can eat eran mágicas para nosotros y cuando encontrábamos un buffet libre con ese lema en la puerta, a razón de cuatro o cinco dólares por cabeza, hacíamos honor al rótulo, ya fuera Wendy's, o cualquier otro que presentara esa oferta. Recuerdo especialmente dos restaurantes: un Pizza Hut donde conseguí engullir, yo solito, una pizza familiar entera y de postre una mediana de cabello de angel y otro donde rellenamos los platos hasta nueve veces, bajo la atenta mirada de dos clientas muy gorditas, que nos observaban con absoluta perplejidad y robusta envidia, sin conseguir explicarse dónde metíamos aquella comida con lo delgados que estábamos. Y no sólo era la falta de alimento lo que nos proporcionaba aquel aspecto famélico y que nos confería una estampa de auténticos vagabundos, nos pasábamos el día caminando largas distancias en un país donde es imprescindible el coche para ir de un sitio a otro.
Encontrar un lugar decente para hacer noche sin gastar el dinero que estaba reservado para otros menesteres, era una toda una odisea. En dos meses conseguimos dormir en una cama apenas cinco o seis veces. El resto, en los sitios más inverosímiles: en Central Park o en los jardines del museo de arqueología en Nueva York, en unas macetas gigantes del Convencion Center de El Paso, muy cerca de las vías de tren en Menphis un espectacular Cuatro de Julio, entre la maleza una fría noche en el desierto de Arizona, o en la estación de tren de Chicago, la de los Intocables de Eliot Ness. Aquella entrañable estación se convirtió en nuestra segunda casa, dormimos allí en numerosas ocasiones, con los vagabundos, y otras muchas veces en los trenes de Amtrak yendo de una ciudad a otra, en nuestra búsqueda incansable en pos de las motos más baratas. Nos aseábamos en los McDonalds o en los servicios de los hoteles si conseguíamos colarnos. Era cuestión de echarle mucha cara. A veces hasta lográbamos desayunar gratis en el buffet del desayuno. Con el tiempo nos convertimos en unos auténticos maestros, y en el segundo mes, con un montón de trapacerías, con los buffets libres en los restaurantes y con algo más de dinero, una vez canjeado el cheque, recuperé los ocho kilos de peso. En pocas semanas, nuestra vida ya se había convertido en un viaje continuo, cada día una ciudad diferente. Philadelphia, Pittsburgh, Detroit, Jackson, Kansas City, Milwaukee, Flagstaff, Albuquerque, San Antonio, Phoenix, Los Ángeles y tantas otras. En dos meses conocí a más gente que en diez años.
No poseo ni una foto de aquel periplo por tierras americanas. No llevábamos cámara, en algunos barrios poco recomendables habría sido una temeridad, pero guardo todos aquellos recuerdos en mi memoria como oro en paño. Hay decenas de historias, algunas absolutamente increíbles, otras difíciles de explicar pero que hay que vivirlas, para dar valor a lo que tenemos. Mantuvimos conversaciones inverosímiles con todo tipo de personajes. Conocimos a un excombatiente perdido para este mundo pero brillante, y al mismísimo indio enorme de Alguien voló sobre el nido del cuco, si no era él se le parecía tremendamente. Nos encontramos con un heredero millonario gay que casi no me podía quitar de encima y también con auténticos fanáticos, con algún racista recalcitrante, con unos contrabandistas a los que tuvimos que ayudar a pasar la frontera con Méjico en pago de una deuda impagable, con harlistas de los duros, no como los de aquí y, en fin, también con muchísima gente bondadosa que nos ayudó en nuestro continuo deambular por un país, en el que hay tantas diferencias entre sus estados que parece que sólo tengan en común el idioma y a veces ni eso, porque los acentos también cambian con las distancias. Algunos no nos entendieron nunca, éramos unos rebeldes imposibles, nos denunciaron una y otra vez a la autoridad y tuvimos innumerables problemas con aquellos polis nazis, hasta que dimos, era inevitable, con nuestros huesos en la cárcel. No he podido pisar el país hasta bastantes años después y previo pago a un abogado americano de casi tres mil dólares para que limpiara nuestro historial; esos tíos se lo toman todo tan en serio que nos tenía fichados hasta el FBI.
Algunas de aquellas historias fueron retransmitidas en la radio aquel mismo año. A mi regreso de aquel viaje alucinante, con el pelo a lo hippy y desteñido por el sol, me costaba conciliar el sueño y salía a pasear por la ciudad hasta las tres o las cuatro de la madrugada, respirando el aire fresco y solitario de la noche, escuchando música. Los fines de semana me conectaba a un programa de Radio L'Hospitalet que se llamaba La espuma de los días. El locutor del programa era Jaume Balagueró, el de las películas, y contaba con la compañía inestimable del señor Insa. Eran fantásticos. Los dos. El programa resultaba exquisito, y se movía siempre en una delgada línea que iba de la poesía sublime a la más burda escatología. No dudo de su valía como director de películas de terror, el tío es bueno, pero se perdió un locutor de radio verdaderamente brillante. Yo solía llamar desde una cabina y hablaba un rato con ellos por las ondas y les contaba algunas de mis peripecias en América. Nunca supe si alguien se creyó alguna de aquellas historias, pero yo disfrutaba contándolas.
En julio, el primer mes de viaje, recorrimos el país en Amtrak, la compañía de ferrocarril de Estados Unidos. Habíamos adquirido un bono que nos permitía viajar por todo el país y lo aprovechamos al máximo. Después de consultar las revistas de compra-venta especializadas de cada estado, que sólo se podían encontrar en sus ciudades, y de visitar concesionarios, vendedores particulares e intermediarios, llegamos a la conclusión de que las motos más baratas se encontraban en los estados de los grandes lagos centrales de Estados Unidos, Wisconsin y Michigan. Flint es una ciudad de Michigan, pobre y terriblemente fea, con un 70% de población negra, niveles récord de paro y con una delincuencia de las más altas del país. Estuvimos en aquella ciudad dejada de la mano de Dios en dos ocasiones. La primera vez llegamos en tren para investigar precios y hablar con un par de vendedores. Nada más bajar del tren, un policía negro, de paisano, nos interceptó y nos cacheó. '¿Qué demonios habéis venido a hacer aquí?', nos preguntó. Mi hermano y yo, absolutamente destrozados después de haber caminado quince kilómetros pocas horas antes, no estábamos de muy buen humor, más bien un poco molestos con el recibimiento, así que le contesté: 'que yo sepa, éste es un país libre'. El tipo no se alteró en lo más mínimo, a saber la gente con la que estaba acostumbrado a tratar, y al mirar nuestra documentación y ver que éramos de España, me dijo: 'me gusta vuestro país, estoy estudiando español, pero a esta ciudad no suele venir nadie a menos que sea para vender o comprar droga, así que tengo que hacer mi trabajo y registrar vuestras mochilas'. Mi hermano y yo nos miramos y, después del mal rato inicial, nos pusimos a reír como dos condenados. Y no era para menos. Llevábamos muchos horas de viaje, sin parar de caminar y no habíamos podido asearnos los dos últimos días, ni lavar la ropa en una lavandería. El atuendo que llevábamos estaba fatal, pero la muda que portábamos en la mochila estaba aún peor, olía a perros muertos. Le expliqué el motivo de nuestras carcajadas al hombre, que registró aquella guarrería de ropa sin inmutarse. El caso es que el Lieutenant Jerome Koger, aquel era su nombre y su cargo en la policía como jefe del departamento de estupefacientes de Flint, resultó ser un buenazo, y le caímos en gracia.
Los dos días que pasamos en aquella ciudad en nuestra primera visita fueron sensacionales. Jerome, de raza negra, corpulento y con aspecto de deportista, tenía en aquella época casi cincuenta años pero, desde luego, no aparentaba más de treinta, nos presentó a su mujer, fantástica, y a sus hijos, y nos dejó dormir en el cobertizo de su casa todo el tiempo que duró nuestra estancia en la ciudad. Comíamos en compañía de toda su familia y pasábamos todo el día con él, incluida la jornada laboral, tanto en la comisaría como patrullando por la ciudad. Fue alucinante. Jerome se divertía con nosotros y aprovechaba para practicar su español y nosotros flipábamos con todo aquello. Era como una película, en la que los protagonistas éramos nosotros. Al ser amigos del jefe de policía, en la comisaría nos trataban como reyes y cuando íbamos en el coche oficial, aquello era un despiporre. A pesar de nuestros privilegios, Jerome era muy serio en su trabajo y nos tenía advertidos de lo que podíamos y no podíamos hacer. A menudo cuando hacíamos la ronda en los diferentes tugurios a los que tenía que ir para controlar a los camellos, maleantes y toda aquella gente, nos dejaba observando a las bailarinas de la barra, hasta que volvía del lavabo o dondequiera que estuviera hablando, interrogando o investigando. Cuando regresaba yo le decía, invariablemente: 'Jerome, me encanta tu trabajo'.
En una ocasión Jerome nos acompañó a ver una moto. Me acuerdo como si fuera ayer. El vendedor era un tipo blanco de lo más desagradable, un racista como no había visto en toda mi vida. Aquel esperpento parecía sacado de una película de los años sesenta, y se diría que era el mismísimo jefe del Ku Klux Klan. Miraba a Jerome, y le hablaba como si fuera una alimaña, yo pensaba que iba a golpearle con un palo o sacar un arma y pegarle un tiro allí mismo. Le odiaba de una manera que era imposible de entender, como si hubiese matado a alguien de su familia, y el caso es que no le había visto en su vida. Y sólo porque era negro. Todo aquello excedía a mi comprensión. Jerome soportaba el chaparrón como un superman, aguantando lo intolerable, pero cuando la cosa parecía que iba a acabar mal, le enseñó la placa para pararle los pies a aquel energúmeno y nos largamos de allí. Evidentemente no llegamos ni a ver la moto y aquella bestia parda siguió insultando y escupiendo hasta que salimos de su propiedad. No sé qué habría llegado a pasar si nuestro amigo no hubiese sido policía. Jerome era un tío de los que no hay, nunca vi a un hombre más honesto y más equilibrado. No sé qué habría hecho yo, como mínimo llevármelo detenido por insultar a un agente de la ley y meterlo en el calabozo y si se resistía darle una buena tunda. Lo que habrá tenido que aguantar Jerome. Ser negro en Estados Unidos debe ser algo inenarrable. Para llegar a olvidar o al menos perdonar el sin fin de humillaciones sufridas y el desprecio sin límites al que han sido sometidos durante tanto tiempo, harán falta generaciones. Quizás nunca lleguen a cerrarse las heridas.
En nuestro regreso a Flint lo hicimos en una vieja camioneta Ford, que tenía la parte de carga descubierta, típica americana. La habíamos adquirido por unos 500 dólares y veníamos dispuestos a comprar dos motos. Las cuentas que habíamos hecho para el negocio no cuadraban, se había gastado mucho más dinero del previsto y había que contar con la aduana y el barco, así que desistimos de comprar las Harley Davidson, demasiado caras, y nos inclinamos por unas motos japonesas que no habían llegado a importarse a España y que estaban tiradas de precio. Cuando llegamos a Flint con la camioneta ya habíamos comprado una Yamaha 7,5 Special, que llevábamos bien sujeta en la parte de atrás. En esta ocasión declinamos dormir en la casa de Jerome y resolvimos hacerlo en la camioneta, para vigilar la moto. Para nuestra seguridad, Jerome nos obligó a dejarla estacionada toda la noche delante de la comisaría. A la mañana siguiente teníamos que ir a ver una moto pero la camioneta se había quedado sin gasolina. Y se nos ocurrió coger la moto que teníamos cargada e ir a la gasolinera más cercana. Me tocó a mí.
Cogí la Yamaha y llegué sin problemas a la gasolinera que estaba relativamente cerca. Pero a la vuelta la cosa se complicó sobremanera. De repente apareció un coche de policía detrás de mí con la sirena a tope y recuerdo que pensé: ¿qué habrá pasado? Pero en ese momento aparece otro delante de mí. Me obligan a parar en un cruce justo cuando llega un tercer coche de policía. Aquello era un estruendo de sirenas. Y la gente ya se empezaba a acumular en la calle, era un auténtico espectáculo. Mira que son exagerados los americanos, ni que yo fuese un criminal buscado a escala nacional. Y el caso es que yo no sabía qué había hecho mal, no creía que aquellos polis nazis se pusieran de aquella manera porque me hubiese saltado una señal o lo que fuera. Me enteré rápido. El poli que llevaba la voz cantante, (y tanto porque el muy cretino gritaba como un energúmeno) me pidió los papeles de la moto y el carnet de conducir y yo le di lo que tenía, poca cosa.  Me comunicó entonces que estaba detenido. Y yo le pregunté por qué, mientras que otro de los polis de la media docena que había por allí danzando me ponía las esposas, para alborozo de la treintena de personas que había en primera línea sin perder detalle de la película que se estaba rodando allí, delante de sus narices. El poli, gritando como si tuviera un megáfono en la boca, me dijo en su inglés de Detroit: 'No papers (documentación de la moto), no helmet (casco), no plate (placa de matrícula) no license car (carnet de conducir)', y claro, empecé a entender el lío en que me había metido. Es que mira que éramos descerebrados, no se me ocurrió pensar que no llevaba casco y allí era obligatorio. Además la documentación de la moto no estaba todavía en regla y ni siquiera tenía matrícula. Y para colmo, mi carnet de conducir no era válido en el estado de Detroit. Vamos que la había armado gorda. Pero a grandes males grandes remedios. Así que justo antes de que empezaran a empujarme la cabeza para introducirme en el Chevrolet oficial que llevaban los polis, le dije a aquel tipo duro con mi talante más chulo: 'Oiga agente, antes de meterme en el coche haría bien en telefonear a comisaría y hablar con el Lieutenant Jerome Koger, que es gran amigo mío y seguro que tiene algo que decirle'. El tío me puso cara de odio pero llamó por radio a comisaría, aún hoy no sé explicarme por qué lo hizo. El caso es que me pidió el nombre y habló un rato por radio cada vez más mosqueado y finalmente viene hacia mí, me quita las esposas y me dice que me vaya. Entre ¡oh! del público y ya para rizar el rizo le pregunté, con malignidad, si podía irme montado en la moto. Pensé que me pegaba un tiro, el tío cafre. Tuve que irme empujando. Así acabó aquella historia. Bueno, en realidad concluyó más tarde con la bronca de Jerome.
Éramos valientes, incluso temerarios a veces, pero sólo estuvimos a punto de perder la vida en dos o quizás tres ocasiones. Tuvimos suerte. Mi compañero de viaje era especialista en meternos en líos, pero alguien absolutamente resolutivo para conseguir salir de ellos, la persona ideal para tener a tu lado cuando las cosas van mal dadas: mi hermano. Jamás habría elegido otro compañero de viaje.

 

Fue una aventura. Una de esas cosas que haces sin pensar. Te proponen algo insólito y tú, con tus veinte y pocos años, aceptas el envite sin pestañear. Y resultó el viaje más alucinante que he hecho en mi vida. Dos meses enteros en el verano de 1993 cruzando los Estados Unidos de América, de norte a sur y de este a oeste. 33.000 millas de viaje ininterrumpido por treinta y cinco ciudades, treinta y tres estados USA, Ontario en Canadá y Ciudad Juarez en Méjico. Menudo viaje. Increíble viaje. ¿Y qué se nos había perdido allí, tan lejos de casa? Estábamos en viaje de negocios. Así tal cual. Mi hermano consiguió un préstamo de un banco, avalado por su novia de entonces, y se le ocurrió la brillante idea de comprar unas motos americanas e importarlas a España. Como concepto era estupendo, adquiría dos Harley Davidson, una se la quedaba él, la otra la vendía a su regreso a Barcelona y con ella recuperaba el dinero. Si todo salía bien, con todos los contactos hechos regresábamos y se repetía el proceso, pero vendiendo las dos motocicletas a la vuelta. Un business en toda regla. Una locura en la realidad. ¿Mi trabajo?, apoyo logístico e intérprete (mi inglés era para reírse, pero menos da una piedra). Dos apuntes interesantes para el negocio, uno positivo, el otro negativo. En el lado amable de la balanza podríamos poner que en aquella época había pocas Harley en Barcelona, no existía concesionario oficial y las motos venían de importación, así que traerlas directamente si se conseguía arreglar todos los temas de aduana, pagar el container y fletar el barco en el puerto de Nueva York, no era una idea del todo descabellada. En el plano negativo, que a la postre resultó definitivo, el cambio de divisa estaba a la contra por aquel tiempo y conseguimos pocos dólares para el negocio.