No sabemos si en esa misma dimensión y a esa misma hora pero seguro que en otro lugar, al parecer, en su apartamento, Santo Gabriel tiene una invitada. Es rubia y alta. Es joven. Y, por supuesto, es guapa. Es una hermosa muchacha que, ahora mismo, está feliz y contenta, disfrutando de la velada, riéndose con las increíbles historias que le cuenta su anfitrión. Se llama Megan. Están tomando champán francés. Van por la segunda botella y eso también cuenta. Y el caviar y las exquisitas fresas con nata que se ha zampado antes. Santo Gabriel sabe tratar a las mujeres, de eso no hay duda.
El apartamento es de lo más lujoso y elegante. Suelo de mármol Macael, tan blanco y tan pulido que refleja el valioso mobiliario que descansa sobre él. Paredes y techos artesonados. Muebles clásicos art déco y algunas piezas modernas lacadas en blanco o realizadas en metacrilato en una combinación virtuosa. Sofás de terciopelo, tan cómodos que podrías vivir en ellos. Piezas míticas inolvidables completan el mobiliario: Butaca Eames, tumbona Le Corbusier, mesa de centro Noguchi. Preciosas lámparas situadas estratégicamente dotan a la estancia de una iluminación magnífica, creando espacios propicios para la distensión y la confidencia. Finalmente, en las paredes, algún lienzo clásico mezclado con gracia con obra moderna. Ese salón podría ser el resultado de un fino trabajo de algún interiorista de categoría, o quizás el dueño del apartamento posee un gusto exquisito, un sentido perfecto del equilibrio y una gran sensibilidad para la belleza, en cualesquiera de sus formas.
La velada avanza según lo previsto. Santo Gabriel y su hermosa acompañante han ido a cenar a un restaurante excelente y ella ha aceptado tomarse la última copa en el apartamento de él. La copa se ha transmutado en Dom Pérignon, caviar, fresas. Es lo que tiene salir con tipos con clase, que hacen de una cita una experiencia inolvidable. En aquel salón tan espléndido, el placer de sentirse rodeada de cosas bellas y armoniosas, la conversación fantástica de él, esas fábulas, fantasías o, quién sabe, hechos verídicos que él cuenta, y el champán que la embriaga, todo ello ejerce un influjo irresistible sobre la joven.
El aspecto de Santo Gabriel también hace lo suyo. Impecable, con su traje a medida, su camisa italiana, su seguridad personal y las maneras del que lo tiene todo controlado. Santo Gabriel no posee ese rostro bello, a veces aniñado, del que se prendan las mujeres de toda condición, pero, sin duda, es atractivo. Tiene una personalidad arrolladora y unos ojos profundos e inteligentes. Es esbelto, vigoroso, y sus movimientos son elegantes y precisos. Irradia un magnetismo insuperable. El proceso de seducción casi ha terminado. El éxito es notable. Santo Gabriel besa a su partenaire en la boca. Es un beso que preludia y condensa lo que vendrá inmediatamente después. Megan responde activamente, y el ardiente beso se convierte en sí mismo en una versión mini del acto de hacer el amor. Ella, extasiada, siendo como es, una romántica incorregible, estiraría ese instante durante siglos, preferiría morir violentamente que separarse de su apasionado amante.
Llaman a la puerta.
Es en serio, llaman a la puerta. Megan y Santo Gabriel no se lo pueden creer. Tardan en salir del embrujo. Quizás pensaban que no existía nada más que ellos dos allí, excitados en grado sumo, fundidos en un abrazo eterno, unidos por el deseo y la esperanza cercana de la consumación del acto sexual, quizás cada uno a su manera y quizás con gustos dramáticamente diferentes, quién sabe, pero, en todo caso como si esta fuera la última vez en su vida que van a hacer el amor, en vez de tratarse de la primera. Pero al otro lado de la puerta sigue estando el mundo. Y llaman con insistencia. Parece que nunca van a parar de aporrear esa puerta, de tocar el timbre una y otra vez. Alguien sabe que están allí y no va a haber descanso hasta que esa puerta, finalmente, se abra de par en par.
Santo Gabriel no puede impedir un rictus de fastidio en su cara. Intenta sonreír a Megan pero no lo consigue. Ella sigue todavía en otro planeta, está un poco borracha y obnubilada por todo lo que ha acontecido hace unos escasos momentos y ahora se arregla la vestimenta como puede, con una sonrisa boba en la boca. Santo Gabriel se levanta, se dirige con presteza al lavabo, se limpia la cara de los rastros de pintalabios, y se peina con las manos, se mira un momento al espejo y se encamina a la endiablada puerta, que hace tanto escándalo que parece que tenga vida propia.
¿Quién coño es y qué manera es esa de llamar a la puerta de gente decente?, pregunta Santo Gabriel amablemente (es un eufemismo, claro), a través de la puerta, sin la menor intención de abrirla.
¿Es usted Santo Gabriel?
¿Quién pregunta por él, si puede saberse?
Soy el Comisario Jefe Christopher Warren, de la DDNY.
Ah, qué interesante. ¿Y cómo puedo saber que es usted realmente quien dice ser?
Buena pregunta. Sin entrar en disquisiciones filosóficas que inviten a la introspección y a preguntarse cada cual si somos realmente quienes creemos ser, podría usted hacer algo mucho más prosaico, y a la vez más sencillo, como mirar por la mirilla de la puerta y observar mi rutilante placa de policía.
Ya la estoy viendo. No hace mala pinta. ¿Y qué es lo que quiere, agente?
Comisario Jefe, si es usted tan amable.
Pues eso, Comisario, ¿qué quiere de mí? ¿Piensa detenerme? ¿Tienen algo en mi contra? ¿Alguna cosa que ignoro, que escapa a mi conocimiento?
¿Es usted Santo Gabriel?
A veces me llaman así.
Tan sólo deseo hacerle algunas preguntas.
Ah, si se trata de eso, no le importará pasar en otra ocasión. Tengo invitados y estoy muy ocupado en este momento.
Mire, podemos hacer esto por las buenas o por las malas. En el primer caso, usted me invita a entrar amablemente y charlamos un rato. En el segundo supuesto, hago subir a mis agentes inmediatamente, les ordeno que tiren la puerta abajo y le llevo detenido a la División Dimensional de Nueva York. En ambos casos usted acaba hablando conmigo. Usted decide el lugar y la forma.
Santo Gabriel no contesta pero abre la puerta. Haga el favor de pasar, está usted en su casa, Comisario, le dice, dándole la mano y conduciéndole al salón principal donde se encuentra Megan, un tanto desconcertada. Hace las presentaciones y el Comisario Jefe Warren se sienta en una butaca enfrente del sofá donde está sentada la chica y donde presumiblemente se sentará el anfitrión.
¿Le apetece una copa, whisky, ginebra tal vez? O, si está de servicio, como me temo, quizás prefiera, no sé, agua, ¿un café?
He observado que tiene descorchada una botella de buen champán francés. Esa clase de brebaje no interfiere para nada con mis quehaceres previstos para hoy. Si no considera que estoy abusando de su hospitalidad, aceptaría una copa.
Eso está hecho, dice Santo Gabriel, sacando la botella de un cubo de hielo cromado y preguntando con un gesto a Megan si ella quiere otra copa. Ante la negativa de la joven que está, como mínimo, incómoda con la situación, acaba sirviendo dos copas, una para él y otra para su invitado sorpresa. Bueno, Comisario, le dice, sentándose delante de él, al lado de Megan, usted dirá.
Le agradezco su amabilidad, dice el Comisario Jefe Warren, después de paladear el Dom Pérignom. Esto está delicioso. Le felicito, tiene usted un gusto exquisito, echando un vistazo a la estancia, luego a su copa y, finalmente, a Megan. Antes de explicarle a qué se debe mi visita, déjeme preguntarle cómo desea que le llame, porque lo de Santo Gabriel resulta un poco incómodo y suena demasiado rimbombante.
Gabriel está bien.
Eso está mejor. Pues, Gabriel, sucede que estoy al mando de una unidad de policía dimensional, la DDNY, y mis agentes me han informado de que usted es, por supuesto, dimensional, pero, además un dimensional un tanto especial.
¿Y si le dijera que yo no soy dimensional, Comisario?
Teniendo en cuenta que en la División llevamos tiempo investigándolo y su dimensionalidad está totalmente comprobada por mis agentes y fuera de toda duda, que usted negara esa evidencia me preocuparía sobremanera y, al mismo tiempo, podría inducirme a desconfiar de usted. Imagínese, podría llegar a plantearme la posibilidad de que usted fuera un delincuente dimensional, Dios no lo quiera, y, teniendo en cuenta que yo me dedico a perseguir a criminales de esa índole, esto podría acabar muy mal para usted.
¿Podría decirme, por favor, de qué está hablando, agente?, interrumpió Megan, a la que ya se le había pasado bastante el efecto del champán y estaba cada vez más nerviosa.
Comisario Jefe Christopher Warren de la DDNY. Pero puede llamarme, simplemente, Comisario.
Megan: Qué quiere decir con eso de que Gabriel es un... dimensional? ¿Es algo... malo? Me está asustando, Comisario.
No se alarme, señorita, no es nada siniestro. Resulta que, mezclados entre la gente normal, hay unos pocos individuos que, como aquí su amigo Gabriel y yo mismo, tenemos la capacidad o la desgracia, según se mire, de despertarnos cada mañana en un universo diferente. A diferencia del resto de seres humanos que viven en una sola dimensión, nosotros vivimos en un Multiverso.
Perdone, ¿no se estará usted burlando de mí? Porque no le veo, maldita, la gracia, dijo Megan, recelosa y enfadada, mirando alternativamente al Comisario y a Santo Gabriel, que ponía una cara de culpable de libro.
En absoluto, querida. Existen, existimos. Ya lo creo que sí. Y muchos de esos dimensionales son criminales y otros, como yo, los perseguimos. Mi visita inesperada de esta noche, importunándoles a ustedes, cosa que lamento muchísimo, forma parte de mi trabajo. Tengo que hacerle unas preguntas aquí, a su amigo dimensional, para asegurarme de que él no es uno de esos criminales.
Oye, Gabriel, si esto es una broma, ya basta. Porque me voy a casa ahora mismo, dijo Megan, mirando a Santo Gabriel, ya muy alterada y asustada.
Comisario, no entiendo a qué viene hablar de su trabajo de policía, de dimensionales, de criminales, delante de mi invitada. Ella no sabe de qué va todo esto. Y, como puede observar, está muy impresionada. La está asustando. ¿Qué le parece si Megan se va a su casa como ella misma ha sugerido y usted y yo continuamos charlando tranquilamente?, dijo Santo Gabriel, levantándose.
Siéntese, Gabriel, dijo, elevando la voz, el Comisario Jefe Warren. De aquí no se mueve nadie hasta que yo lo diga. Tranquilícese, señorita. No le va a pasar nada. Tengo a mis agentes ahí fuera, esperando. Si alguno de ustedes intenta abandonar este apartamento sin mi consentimiento irá directo a la Comisaría y pasará como mínimo una noche entre rejas. ¿Lo han comprendido?
Sí, dijo Megan, con el rostro crispado, mordiéndose la comisura de los labios, totalmente amedrentada.
De verdad, Comisario, todo esto es innecesario, dijo Santo Gabriel, intentando persuadirle con su mejor cara.
Yo decido lo que es innecesario y lo que no lo es. ¿Va a dejarme continuar, amigo Gabriel, o desea que acabemos esta conversación en una sala de interrogatorios? Le aseguro que a mí me es absolutamente indiferente pero resultará, sin duda, mucho más incómoda para ustedes.
Continúe, Comisario, no se sulfure, dijo Santo Gabriel, intentando apaciguar los ánimos.
Se lo agradezco. ¿Sería usted tan amable de servirme un poco más de champán?, tengo la boca seca. Normalmente no tengo que hablar tanto. Yo, más bien, soy de actuar, dijo el Comisario mientras Gabriel, ejerciendo de buen anfitrión, le llenaba la copa. Bebió un buen trago y le dio las gracias. Como iba diciendo antes, sabemos que es usted dimensional, Gabriel. Y nos consta que es un dimensional especial. Se le atribuyen una serie de actuaciones muy confusas. Actos heroicos, intermediaciones en conflictos entre partes enfrentadas y de difícil solución, etc. En los bajos fondos dimensionales se le conoce a usted por Santo Gabriel. ¿Hay algo de verdad en todo eso? O se trata, tan sólo, de leyendas urbanas.