Hoy voy a sacar a Paddy del baúl de mis recuerdos. Paddy era el perro de Eustaquio. Eustaquio era el dueño de Paddy. Un poco borrachín era, Eustaquio, no Paddy, que yo sepa. Eustaquio era uno de los variopintos personajes que frecuentaban la parada en la época dorada de encantista de mi padre. Allí se juntaba un popurrí que no te cuento. De Eustaquio no se conocía oficio ni beneficio y podía resultar realmente simpático en un periodo intermedio del periplo que va desde el primer trago hasta la embriaguez más absoluta, pero, a los ojos de un niño de 13 años, yo para más señas, sólo había una cosa verdaderamente interesante en él. Y ese algo era un misterio insondable que no acertaba a comprender y sólo ahora treinta años después entiendo: ¿Cómo podía una persona tan zarrapastrosa como Eustaquio ser el dueño de Paddy, el mejor perro del mundo?
Hoy por hoy y con la perspectiva que da ir cumpliendo años, esa cuestión de la pertenencia de Paddy a su dueño no me parece, en absoluto, un misterio. En el caso de que lo fuera estaríamos hablando del Misterio del Amor. Y la verdad, en el amor cabe todo. Y hablo de todo tipo de amor, de amor a un padre, a una madre, a un hijo, de amor de pareja, de amor a tu Dios, de amor al prójimo, de amor de una persona por su perro, de un perro por su amo, de amor a la vida. Y lo más importante es amar, no tanto ser amado. Y si quieres a alguien con locura y te corresponde entonces es el no va más. Y Paddy quería a su amo.
Paddy, ¿el mejor perro del mundo? Pero si hay millones de perros. Sí, pero no como él. Paddy era negro como el azabache. Ni grande ni pequeño, perfecto. No tenía pedigrí, no era un pura raza, era un perro cruzado, pero ¿a quién le importa? era un cruce bendecido por los mismos dioses. Era precioso, único en su especie e irrepetible. Pero ciertamente, la belleza de aquel perro que conocí hace treinta años no es la razón por la que lo recuerdo con tanto cariño. Paddy era un perro inteligente como no os podéis imaginar, tanto, que cuando le mirabas fijamente a los ojos, parecía una persona y no un perro. No ladraba, te observaba con sus ojos astutos y obedecía fielmente lo que le ordenaba su amo. En este sentido era como un perro adiestrado, pero lo hacía de manera natural, nadie le había enseñado. Paddy lo mismo servía para un roto que para un descosido, iba a buscar el pan y protegía a Eustaquio cuando éste perdía los papeles, vigilaba la parada cuando se quedaba su amo y te hacía compañía escuchándote como si realmente te entendiese. Sólo le faltaba hablar.
En aquella época, en los encantes había tres perros vigilantes que eran malos a rabiar. Tenían la cara y el cuerpo llenos de cicatrices resultado de las múltiples peleas en las que se habían metido. Esos perros tenían fama de asesinos de otros perros y auténticamente daban miedo. Un día de verano, estando el mercado casi cerrado y prácticamente vacío, estaba yo cuidando la parada y disfrutando del sol de media tarde, observando a Paddy que paseaba tranquilamente a pocos pasos de mí y, de repente, veo que vienen esos tres perros asesinos como una manada feroz a punto de saltar sobre Paddy. Recuerdo que pensé: ¡lo van a matar! Eran tres contra uno, qué lucha más desigual. Ya no me dio tiempo a pensar en nada más, ni siquiera en coger un palo o algo para tratar de ayudar a Paddy. Todo ocurrió tan rápido que mi mente se empeña en recordarlo a cámara lenta: el primer perro llega al nivel de Paddy y justo cuando le va a morder en el cuello, salta Paddy sobre sí mismo y, como en una película de artes marciales, da una vuelta en el aire y resulta que ahora es él el que le está mordiendo en el cuello al perro asesino número uno. En ese preciso instante llega el segundo perro a la altura de Paddy e intenta atacarle por el flanco izquierdo. ¡Qué va! Paddy deja al otro perro que ya se ha llevado su merecido y, en un abrir y cerrar de ojos, le veo mordiendo los cuartos traseros al perro asesino número dos. A éste sólo lo deja para entretenerse un momento con el perro asesino número tres, justo antes de que los tres perros, anteriormente llamados asesinos, salgan huyendo despavoridos perseguidos por Paddy. El rifirrafe ha durado apenas un minuto pero ha sido intenso, tremendo. Poco después veo llegar a Paddy que se tumba delante de mí como si no hubiera pasado nada. No tenía ni un rasguño. Era un superperro. El episodio me dejó absolutamente alucinado y si yo no hubiera estado allí y a alguien se le ocurre contármelo después, no sé si le habría creído y quizás habría pensado que se trataba de otra leyenda urbana.
Paddy viajaba en metro. No tengo ni idea de cómo lo hacía, pero era así. Y hacía trasbordos, se paraba en la estación que tocaba, recorría el pasillo del metro hasta la otra línea y cogía otro vagón en la dirección correcta hasta que llegaba a su destino. Yo lo vi con mis propios ojos. Y no una vez, lo hacía rutinariamente. Y lo sé muy bien porque Eustaquio, no sé si para probar al perro o porque llegaba a un estado de embriaguez en el que no se enteraba ya de nada, solía abandonarlo en cualquier parte de la ciudad y Paddy siempre volvía. En metro. Y así sucedió en multitud de ocasiones hasta que un día no regresó. Lo esperé durante días y odié mucho a Eustaquio, pero nunca más volví a ver a Paddy. Al final llegué a la conclusión de que siendo un perro tan listo, casi humano, debió de pensar que era una estupidez seguir adorando a una persona como Eustaquio y se buscó un dueño más digno de él.