Me he tomado un año sabático en mi trabajo después de casi quince años al pie del cañón. En realidad llevo treinta prácticamente sin parar, necesitaba un respiro. Ahora sólo tengo que dedicar unas cuantas horas a la semana a un par de negocios pequeños que tengo y ajustarme como hacemos todos. Y cuando se acabe el dinero ya volveré. O no. Al fin y al cabo este invento del consumismo, de la globalización y del crecimiento económico sin fin, no lleva a ninguna parte. Desde luego no lleva a la felicidad. Así que, si me apaño con lo que tengo y no gasto más de lo que gano (tomen nota señores políticos), a lo mejor me puedo quedar haciendo lo que de verdad me gusta, lo que me hace verdaderamente feliz. El caso es que con esta reorganización de mi vida tengo más tiempo. Más tiempo para mí, para leer, para escribir, para ordenar por fin la mesa del despacho, siempre llena de papeles y para montar de una vez por todas esos álbumes con las fotos que he ido acumulando de mis viajes. Más tiempo para irme a la piscina, al jacuzzi a relajarme después de correr un buen rato. Tiempo para charlar y echarnos unas risas con mi madre, con mis hermanos. Tiempo para ver esas películas de Godard o de Naruse que estaban ahí a la vista esperando su momento o para ver por octava vez Blade Runner o por quinta vez Pulp Fiction. En fin, tiempo para malgastarlo como yo quiera. Eso necesitaba. Y me tomo mi tiempo. Gracias, primero, a quien corresponda por estar vivo, por vivir esta vida. Gracias al mundo por permitirme parar un momento y coger aire. Gracias a mí mismo por ser trabajador y perseverante. Gracias a la suerte que necesitas a veces para seguir, a ese toque del destino, a esas gotitas de azar. Gracias.