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ACERO Y PLATA DE LUNA

Mis relatos Huída hacia las montañas del norte

Huída hacia las montañas del norte

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Cazadores extrahumanos

están cazando luceros,

cisnes de plata maciza

en el agua del silencio.

FEDERICO GARCÍA LORCA

Antes de juzgarles con excesiva severidad

debemos recordar que nuestra propia especie

ha destruido completa y bárbaramente,

no solo especies animales, sino otras razas humanas.

H. G. WELLS

La guerra de los mundos

Aparecieron sin más. Tan solo unos segundos antes, el cielo era el mismo y reconocible techo de nuestro mundo que había visto todos los días de mi vida; un instante después, se llenó de aquellos pájaros plateados y ya nada volvería a ser igual. Brillaban tanto al reflejar la luz del sol que parecían llenos de vida. Nada más lejos de la realidad: aquellas naves alienígenas venían cargadas de muerte. Al menos eso fue evidente desde el principio. Nos consideraban tan inferiores que ni siquiera intentaron engañarnos. Inutilizaron nuestra red de telecomunicaciones con suma facilidad y comenzaron el ataque inmediatamente. Todas las guerras son terribles, pero esta vez se trataba de luchar por la supervivencia como especie. Aquellos seres venían dispuestos a colonizar nuestro mundo. Quizás querían apropiarse de nuestras materias primas o tal vez reducirnos a esclavos, pero yo me temía lo peor, estaba convencido de que pretendían acabar con nuestra raza, iban a forzar nuestra extinción para quedarse con nuestro planeta. Nuestra mayor pesadilla se había convertido en realidad. Habíamos visto tantas películas de ciencia ficción en las que éramos atacados por una raza venida del espacio exterior que, en cierta manera, estábamos familiarizados con el tema. Así que, cuando pasaron los primeros momentos de estupefacción y horror, cuando nos dimos realmente cuenta de que aquello iba en serio y pudimos sacudirnos de encima el pánico, nos empezamos a organizar y se formó algo así como una gran resistencia a nivel mundial, en la que todos los seres de este planeta éramos soldados con un único deber: echar a los invasores de nuestro mundo.

Yo no era diferente, o quizás sí, pero desde luego no pensaba eludir mi obligación que era, sin duda, morir al intentar salvar a nuestra raza. No obstante, primero debía llevar a mis hijos gemelos a las montañas del norte y dejarlos a salvo con mi abuelo paterno, un monje que vivía aislado del mundo, en unos parajes de imposible acceso. Yo sabía muy bien como llegar hasta allí. Había pasado veinte largos años de mi vida en aquellas montañas. Desde los trece a los treinta y tres años me había dedicado a entrenar duramente mi cuerpo y mi mente en una antigua disciplina mística, olvidada por el resto de los mortales.

Tenía que darme prisa, no había tiempo que perder. Preparé a mis hijos y cogí lo indispensable para echarme a la carretera. Evidentemente desestimé la idea de utilizar cualquier vehículo para llegar al norte, no habría tenido ninguna posibilidad, los alienígenas nos habrían atrapado con facilidad acabando con nuestras vidas. El objetivo estaba claro: ir a campo traviesa, eludiendo las carretera intentando, en la medida de lo posible, no toparme con las fuerzas invasoras. No tuve tiempo de despedirme de vecinos, compañeros, ni antiguas novias, la posibilidad de salvar a los gemelos corría pareja con la aceleración de mis movimientos y con la aplicación sistemática de todo lo aprendido en mis años de entrenamiento. Habría sido una quimera intentar hablar con alguien en aquellas circunstancias. La gente estaba totalmente histérica, corría de un lado para otro sin sentido. El pánico estaba arrasando a mis congéneres casi tanto como las naves estelares. El rumor del fuego y la destrucción se acercaban. Partí.

Para llegar al bosque tuve que pasar por algunas zonas residenciales e industriales que habían sido atacadas y bombardeadas. Maldita visión espantosa. Era inenarrable el sentimiento que me desgarraba por dentro. La muerte se había convertido ya en la principal moradora del planeta. Que los gemelos contaran con apenas dos años y medio era al mismo tiempo un problema y un alivio. Constituían un peso considerable en la parte del arnés que iba en mi pecho, pero equilibraban las provisiones y enseres que llevaba a la espalda. Además yo era poseedor de la fuerza de un tractor y de la agilidad de un felino, tenía treinta y seis años y la mayor parte de mi vida la había pasado en las montañas, intentando llegar a los límites de mi fortaleza física sin conseguirlo, y entrenando mi mente en disciplinas fuera del alcance de la mayoría de seres de este mundo. Por otra parte, al ser tan pequeños, mis hijos no entendían nada de lo que estaba ocurriendo. Les había dicho que nos íbamos de excursión y a ellos todo les parecía un juego. Un juego lleno de malignidad que había llegado a través de los cielos, una ruleta de muerte que nos había caído encima como un asteroide letal.

La primera noche en el bosque no fue tal. Había tantas explosiones a nuestro alrededor, fuegos artificiales para los gemelos, que más que noche era día. No importaba, tenía que descansar. Programé mi mente para dejar un diez por ciento alerta y dormí abrazado a mis hijos. Soñé con su madre. Una vez más. Murió al nacer ellos. Sacrificio intolerable, inherente a su condición de progenitora leal. Yo deseé morir también, pero estaban ellos y ese amor que sentía por ella se desvió hacia sus pequeños cuerpecillos y me irradió de manera irreversible, dándome la fuerza de cien mil soldados.

Era temprano, muy temprano, la atmósfera amaneció roja y el cielo estaba poblado por estrellas metálicas, inoportunamente llegadas del más allá. Inicié la marcha, los gemelos hermosamente dormidos en mi pecho. Caminé por el bosque entre mis amigos los árboles, los pájaros, los pequeños roedores, y notaba su tristeza, percibía su abatimiento. El mundo entero sufría, herido de muerte. Para mí atravesar aquellos parajes era como una terapia, casi como volver a la infancia. Yo conocía el bosque, amaba el bosque. Ignoraba de cuanto tiempo disponía antes de que acabaran los bombardeos y los invasores iniciaran la ofensiva terrestre, ¿uno, dos días? Apreté el paso.

¿Por qué a nosotros? ¿Por qué nuestro mundo? ¿El azar, la mala suerte, el destino? ¡Qué más da! Quizás fuimos nosotros mismos con nuestras antenas y nuestras señales buscando vida exterior. Ingenuos. Qué locura confiar en la bondad de los seres de este universo. Nunca entendí ese afán por comunicarse con otras razas, ese sentimiento de soledad que experimentaban ciertos científicos y que les obligaba a buscar vida más allá de nuestro sistema solar. A mí ya me bastaba con lo que teníamos. Sólo necesitábamos regar nuestro jardín y amar a nuestros semejantes. Ya era tarde. Había que sobrevivir.

Antes de encontrarme con ellos, noté su presencia. Mis habilidades mentales se estaban afilando, ya era cuestión de poco tiempo que funcionaran a su máxima potencia. Eran como una docena entre grandes y pequeños, huían por el bosque sin destino fijo, estaban aterrorizados. Les miré a los ojos y éstos estaban más muertos que los parientes que habían dejado atrás. Les vi incapaces de sentir piedad por los demás, apenas echaron un vistazo a mis niños. Estaban perdidos de verdad. Seguramente morirían de sed o de hambre si antes no los encontraban los invasores. Yo no podía hacer nada por ellos, me era imposible guiarles, tenía que poner a mis hijos a salvo. Los dejé atrás, apesadumbrado, y seguí mi camino.

Aquel primer día después del inicio del ataque alienígena, detecté con el radar de mi mente más grupos aislados pero los evité, variando imperceptiblemente mi rumbo, deslizándome por el bosque como un velero en el mar agitado por el viento. No quería enfrentarme a aquellas caras de pánico, me negaba a verles absolutamente destrozados, sin el menor atisbo de esperanza en sus ojos. Era demasiado castigo para mí y necesitaba todo mi autocontrol para conseguir llegar a mi destino, la Montaña Mágica.

Después de dar algo de comer a los pequeños y de nutrirme yo mínimamente, conseguí dormir un poco aquella segunda noche. No soñé. En medio de la oscuridad me desperté sobresaltado. Noté unas presencias extrañas no demasiado lejos de allí. Había comenzado la invasión terrestre. Programé mi mente para eludir a toda costa la confrontación directa antes de tiempo. Tenía que evitar encontrarme con aquellos seres y llegar lo antes posible a mi meta. Para no ser descubierto, prolongué el sueño de los gemelos enviándoles unas suaves órdenes mentales y me moví sigilosamente dando un rodeo al lugar donde habían aterrizado los demonios. Les vi a lo lejos. Tenían una forma similar a la nuestra, caminaban sobre dos extremidades inferiores con cierta dificultad, quizás por el aparatoso traje que llevaban, el cual les aislaba del exterior. Alrededor de lo que debía ser su cabeza o lo que fuera que contenía su cerebro, llevaban como una especie de burbuja de cristal. No debían respirar nuestra atmósfera. Desaparecí.

Ya no paraba ni para comer. En aquella huida constante hacia adelante, me alimentaba del olor de mis pequeños, de su amor incondicional, de sus lindas caritas mirándome, sonriéndome en contraste con la devastación que iba encontrando a mi paso. Ellos me otorgaban la fuerza divina para caminar sin descanso veinte, treinta horas, sin desfallecer, estrujando mi mente para esquivar una y otra vez al enemigo mortal. Cuando aparecían naves en el cielo rastreando ferozmente, me fundía en un abrazo con un árbol hermano, respiraba pegado a su corteza y llegaba a formar parte de él. Mi alma pura resultaba ilocalizable para sus monstruosas máquinas.

Llevaba casi cuarenta horas seguidas sin parar, mi cuerpo y mi mente necesitaban un descanso. Encontré un agujero en un árbol que me podía servir de escondrijo perfecto por un par de horas. Era todo lo que necesitaba. Dormimos allí los tres, fundidos con el árbol, protegidos por él. Soñé. Debí soñar. Yo me estaba observando a mí mismo y a mis gemelos mientras dormíamos. Pero no sé si era yo realmente. Tenía aquella especie de pecera en la cabeza y estaba enfundado en el traje espacial. Desde la profundidad del sueño, desde las raíces del árbol, abrí los ojos y vi aquel ser que era yo, dentro del traje y con el casco de cristal en la cabeza. Y miré aquellos ojos que eran y no eran mis ojos, pero que estaban llenos de odio y de maldad. Y de su boca/mi boca salían unos sonidos inesperados, ininteligibles, pero amenazantes. Mi corazón percutió con fuerza para despertarme. Salí a la noche.

Mi abuelo vivía. Lo supe horas antes de llegar a la entrada imposible de la Montaña Mágica. Noté su aflicción, pero ni rastro de desesperación. Percibí su serenidad. Me alivió y las últimas horas volaron como volaban los pájaros de este mundo antes de que aparecieran los invasores del espacio. Me recibió su larga y sabia barba blanca, su cuerpo enjuto de cien, doscientos años, y nos abrazamos los cuatro largamente. No fue necesario darnos explicaciones, estaba todo explicado hacía horas. Un día pasé con él, recuperándome, recordando tiempos pasados, tiempos felices. Vio en mi interior mi amor por la madre de mis hijos. Entendió los tres años de separación. Aquel anciano sagrado y mis criaturas eran en realidad mi mundo. Pero debía ir a salvar el mundo y conseguir que siguiera existiendo para cuando crecieran mis hijos. En la despedida besé a mis gemelos y las manos poderosas de mi abuelo, las mismas manos que aplastarían a cualquier intruso que lograra encontrar casualmente la entrada acorazada a aquel paraíso.

Inicié el camino de regreso hacia la furia asesina de los depredadores galácticos. Los últimos pensamientos de mi abuelo, los más poderosos, resonaban en mi cabeza: "tú tienes la fuerza, tú tienes el poder", "esos monstruos son débiles, acaba con ellos, bórralos de los cielos de nuestro planeta", "ése es tu deber, ésa es tu misión en este mundo, para eso has sido concebido y entrenado", "persigue tu destino, un destino unido irreversiblemente a la vida de millones de seres que están luchando, que están resistiendo, que están esperando un milagro, ¡ese milagro eres tú!”.

Estaba buscando un medio de transporte que me permitiera llegar hasta ellos con rapidez y sin llamar demasiado la atención y lo encontré apenas dejé atrás la puerta encantada a la montaña sagrada. Una patrulla de soldados invasores había dejado su pequeña nave sin vigilancia. La confisqué, aprendí su funcionamiento en unos segundos y puse rumbo hacia la nave principal, que controlaba la parte septentrional de mi planeta. No fue difícil localizarla. En seguida percibí la presencia de cincuenta mil seres dispuestos a bajar a tierra firme y ejecutar a los supervivientes de aquel monstruoso bombardeo que había durado cuatro días. Los mismos cuatro días que necesité para poner a los gemelos a salvo y entender, con la ayuda de mi abuelo, que era yo el elegido para poner fin a aquella devastación. La culpabilidad me atenazaba. Si lo hubiese comprendido antes podría haber salvado la vida de millones de almas. No debía dejarme abatir con esos terribles pensamientos negativos, aún eran más los millones cuyas vidas dependían de mí. Debía cumplir mi misión.

Apenas entré en aquella nave, hice dos cosas simultáneamente: la primera, introducirme en sus mentes y paralizar su instinto de desintegrarme nada más verme, la segunda, observarles detenidamente unos instantes sin sus trajes. Eran bípedos, poseedores de unos cuerpos largos, algunos con rebosantes depósitos de grasa de todo punto innecesarios, músculos grandes y muchísimo pelo en el cuerpo, los machos más que las hembras. En esencia parecían animales de carga, más que criaturas inteligentes. De hecho, se asemejaban a sus primitivos antepasados mucho más de lo que ellos creían, a juzgar por unos pensamientos que yo percibía con total claridad. Pero lo que me llamaba realmente la atención, lo que me tenía absolutamente perplejo, eran sus cabezas enanas, incapaces de albergar un cerebro mínimamente decente. Era increíble que aquella raza de guerreros, con sus minúsculos cerebros en absoluto poderosos, hubiera estado a punto de someter a mi planeta.

Una vez satisfecha mi curiosidad, me dirigí a sus mentes directamente: "Mi nombre es XK71.28-E, soy Centrípeta del planeta Ohmios de la Galaxia Omega, planeta que intentabais colonizar y del cual pretendíais exterminar toda vida inteligente y enterrar a miles de millones de seres hasta hacer desaparecer a mi raza del Universo. Humanos, que os hacéis llamar personas, no sois merecedores de esos nombres que os atribuís, sois culpables de genocidio, conspiración para erradicar razas enteras de este universo, desprecio por la vida y la salud de los planetas, crueldad intolerable, delirios de grandeza, ansias de poder, egoísmo exacerbado, avaricia abominable y ausencia total de empatía y compasión. Yo, cumpliendo con mi destino y con los designios sagrados de mi mundo, os condeno a muerte". Sin más, hice explotar sus repugnantes cincuenta mil cabecitas.

 
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"Todo crítico, ay, es el triste final de algo que empezó como sabor, como delicia de morder y mascar"

Cortázar

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