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ACERO Y PLATA DE LUNA

Mis relatos Intersección

Intersección

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Se despierta finalmente. Y no es dulce su despertar. Inmenso, el dolor de cabeza lo ocupa todo, le duelen hasta los dientes. El proceso de abrir los ojos no es un mero pasar del negro al azul del cielo, se trata de dejar atrás una densa, cómoda oscuridad y enfrentarse a un demonio de luz que exacerba el daño tan desmesurado que siente en su cráneo. El sabor a sangre en su boca hace juego con el charquito rojo viscoso que es lo primero que ve al incorporarse. El malestar degenera en unos vómitos horribles que generan un momentáneo e incongruente bienestar. Y es en ese fugaz instante que siente miedo, teme estar muerto. Pero el dolor vuelve rápido, en oleadas, y le sugiere, no, le asegura que está vivo. Y es un milagro porque el golpe en la cabeza debió de ser mortal. Y nota alrededor de ese enorme daño otros golpes y contusiones de menor categoría repartidos por todo su cuerpo. Está hecho trizas, no hay duda. Y se queda allí postrado durante horas, sin conseguir levantarse, sin intentarlo siquiera. Y mira el cielo, las nubes que se mueven y forman figuras que se deforman rápidamente y qué belleza, verdad, cuánta belleza a pesar del dolor. Mucho tiempo después, percibe el movimiento. Consigue sentarse (una pequeña victoria) y ve a lo lejos tierra firme, a ambos lados y, en medio, una superficie azul cobalto llena de agua, y, debajo de él, de su cuerpo lastimado, un barco. Es un barco de carga, de esos anchos y de poco calado, lleno a rebosar de contáiners y él se encuentra justo encima de uno de esos contenedores. Ese barco con él, de alguna manera, a bordo, aparentemente se desplaza por un río. Pero, ¿qué barco?, ¿qué río?, ¿qué demonios pasa?, ¿qué le ha sucedido?, o mejor: ¿quién es él? No sabe nada porque no recuerda nada. El golpe que le ha abierto la cabeza se ha llevado su memoria. Y ahora es poco más que un cuerpo y un dolor. Es un hombre sin pasado y tal vez sin futuro.

Mientras tanto, quizás ahora o quizás en otro tiempo, pero seguro que en otro lugar, en tierra firme, otro hombre, Michael, (éste sí sabe su nombre) no consigue dormir. Y lleva así muchos días, semanas enteras, desde que ocurrió todo y se está volviendo loco. En realidad, ya ha perdido la razón. Pero no lo sabe. Y él persiste, intenta dormir y no hay manera. Y se resbala de la cama y se deja caer por las calles y plazas de la ciudad, perfectamente vacías a esas horas con la excepción de un taxi (como aquel taxi) que se empeña en atropellarlo, sin conseguirlo qué desgracia, cada vez que él cruza, arbitrariamente, por el medio de una de esas callejuelas. Y a él siempre le parece que es el mismo taxi (el que se la llevó), como si estuviera en un sueño, él, que no puede soñar, qué injusto. Esos paseos nocturnos son, paradójicamente, lo mejor del día. El resto es tan confuso. Qué intolerable es su vida ahora. Michael sabe que tiene que acelerar las cosas, que no puede resistir más y está determinado a acabar con todo. Pero antes tiene que hacer algo espantoso. Y lo hará mañana. A ella se lo debe.

El día ha transcurrido entre la maravilla del paisaje y el interminable dolor en su cuerpo. A ratos despierto, a ratos dormitando, oscuros pensamientos le brotan de su cabeza partida. Pero, a medida que se acerca la noche, algunas conclusiones se afianzan en él. Se ha despertado aplastado contra la carga de un barco que va por un río y resulta que ha perdido la memoria, seguramente a consecuencia del golpe en la cabeza. No es descabellado pensar que ha debido caerse desde algún puente como los que ha ido dejando atrás. Y uno no se cae de un puente así como así: o le han tirado o se ha intentado suicidar. Las dos hipótesis son terribles, pero no en la misma medida. Prefiere mil veces que le hayan intentado matar que haber sido él quien haya decidido poner fin a su vida. En el primer caso pudo ser puro azar o mala suerte (¿un atraco?), en el segundo, no hay duda, uno tiene que estar muy destrozado para intentar acabar con su vida. Pero lo que él desee no es importante, se trata de lo que realmente ocurrió. Registra sus bolsillos en busca de pistas. Nada, ni móvil, ni documentación, ni notas, tan solo unas llaves sin ningún distintivo. Eso no confirma gran cosa pero le aproxima más a la idea de un asalto y hombre al agua que a la del suicidio porque, ¿quién se deshace de su cartera y su teléfono y luego se tira de un puente? Y además, ¿quién se lanza al abismo sin percatarse de que hay un barco justo debajo? Alguien que está muy desesperado y que ni siquiera mira, eso no prueba nada. Por muy inextricable que sea su situación no puede demorar más la decisión que tiene que tomar: el barco está a punto de llegar a su destino, inicia ya las maniobras de atraque. Tiene que decidir entre su futuro y su pasado. Olvidarlo todo y empezar de cero o coger un carguero de vuelta y desandar el camino andado, con la idea de desentrañar qué es lo que pasó, quién es él. Y sabe lo que va a hacer. Lo sabe perfectamente. Es insensato pensar que puede romper con todo con la excusa de su pérdida de memoria, algún día puede recuperarla y ¿entonces qué? Uno no puede abandonar tan fácilmente su pasado. Volver atrás le produce temor, entre los latidos de su cabeza ensangrentada crece la idea de que lo único que va a encontrar es su perdición. Pero no puede evitarlo. Finalmente, resuelve ir en busca del pasado perdido.

Al alba, Michael no se despierta porque no se ha dormido, no se levanta porque no se ha acostado, no va a trabajar porque no tiene trabajo (perdido al perderse él cuando la perdió a ella). Se ducha y desayuna maquinalmente, su cuerpo esta allí, sentado delante de la ausencia de ella, pero su mente está ya lejos. Sus ojos han viajado vertiginosamente por el mecanismo de sus actos de ese día y están visionando ya su terrible desenlace. Pero no hay que dejarse llevar, tiene que mascar con fruición cada sórdido episodio de ese día descomunal. Desde el atropello que acabó con la vida de Julia, su mujer, a manos de un taxista alcoholizado, sólo ha habido dos palabras en su vocabulario: venganza sangrienta, el resto, un mejunje de letras desordenadas y whisky para tamizar el dolor, pero sin suavizarlo en lo más mínimo; habría sido una afrenta inconcebible para su amor hacia ella. Que el taxista homicida esté libre sin cargos, porque un hermano policía se jugó su placa al cambiar las saturadas pruebas del alcoholímetro por unas limpias, y porque un falso testigo declarase que Julia cruzó sin mirar, no varía un ápice su decisión, inevitable desde el mismo momento en que se produjeron las dos muertes, la de ella en el acto, casi sin enterarse, y la de él, demorada hasta esta noche, sufriendo lo indecible. Si acaso le facilita las cosas. Habría sido mucho más difícil, temerario pero ineludible, tratar de ajustar las cuentas estando el conductor asesino en la cárcel. En cambio, con el maldito borracho fuera, todo ha sido un fluir constante hacía el ojo por ojo bíblico y punto y final de esta noche en la que el mundo, por fin, se acaba. Hay mucho trabajo adelantado pues Michael, como un tahúr, ha estirado los días matando la noche y no ha desperdiciado el tiempo. Su vida es tan hostil, tan trágica y tan caótica que lo único virtuoso en ella ha sido el impecable, maligno trabajo de preparar la muerte del otro. Después de horas, días, semanas de persecución y vigilancia implacables, ya sabe todo de él y está preparado para ejecutar su venganza.

El hombre de enigmático (por desconocido) pasado, viaja hacia su futuro que no es otro que su pasado, que no es otro que su futuro y casi seguro final. O eso cree. Ha conseguido mover su cuerpo magullado, haciendo un esfuerzo infinito, desde el barco que llegaba hasta otro que salía en sentido inverso, bajo la mirada negligente de unos cuantos operarios y algún vigilante y, ahora que ha menguado su dolor, disfruta de la magnánima noche. Ya no intenta indagar en su memoria, está convencido de que recordará cuando llegue el momento y se acabará la incertidumbre que le acompaña arriba y abajo de ese azaroso río. Y es en ese momento que viaja con su cuerpo de contrabando en busca de su mente que se deleita, como nunca lo había hecho, con la hermosura de la noche, de la luna, de la luna en el río, del río en la noche, y no navega, vuela sobre esas aguas en las que se abismará (lo presiente) pocas horas después.

El taxista en el taxi, pero en el maletero, maniatado y blasfemando en completo silencio (cinta aislante cubre su boca) y el presunto futuro asesino al volante, silbando. Los hechos se precipitan y conspiran contra el tiempo que corre para ponerse a su nivel. El escenario del crimen: unos matorrales, un árbol enorme, unas cadenas rodeando el árbol; no lejos de una calle donde se produjo un trágico accidente, no lejos de un puente, no lejos de un río. El taxi sale de la carretera, se adentra en la espesura apenas unos metros, se para dejando que la parte trasera del vehículo ilumine de rojo el árbol que de rojo se teñirá. Michael deja en el coche su documentación y su teléfono (quiere, desea, necesita que todos sepan quien ha sido, quien va a cometer esa atrocidad), extrae del maletero a su menesteroso invitado y, con poca amabilidad, lo coloca sentado, con la espalda pegada al árbol y lo inmoviliza con las cadenas. El aterrorizado prisionero luce unos ojos desorbitados, enormemente rojos quién sabe si por el reflejo de las luces traseras o por el llanto que amenaza inundar el bosque, y  tiene el corazón a punto de explotar, algo que abortaría de cuajo la fiesta sanguinaria del loco vengador. Sabe, a ciencia cierta, que está a punto de morir aplastado por su propio coche, el mismo que atropelló a la mujer aquel espantoso día. Y maldice su suerte y al viudo justiciero y se acusa, absolutamente desesperado, de ser un borracho y de haber acabado con aquella vida y con su propia vida. Michael no dice nada y no quiere oír nada (no le quita la mordaza de la boca). Como en trance entra en el coche, se coloca el cinturón de seguridad, pone en marcha el vehículo, lo sitúa a unos diez metros de su víctima y acelera.

El barco que avanza hacia el pasado hace un alto en el camino y cesa el influjo que la poesía del trayecto ejercía sobre el hombre sin memoria. Éste deja atrás el carguero, no sin esfuerzo, y se adentra en la ribera del río como si supiera adonde va. La ostentosa luz de la luna convierte la noche en la impostura del día y sus piernas (no su consciencia) reconocen fácilmente el terreno que pisan. Él, pusilánime, se deja llevar sin presentar batalla, subordinado a lo que el destino le tenga preparado. Llega a un desangelado paraje justo para convertirse en espectador de excepción del abominable acto que se lleva a cabo allí delante de él. Un coche, un taxi, acelera para arremeter contra un individuo encadenado a un árbol. Los terribles ojos de la víctima gritan pero no se oye nada (no tiene boca) y la atroz ejecución se produce en un completo e imposible silencio. Él asiste con tremendo estupor, como si estuviera en un sueño, al silencioso aplastamiento de un ser humano y llora con desesperación por el desconocido y por él mismo, por tener que presenciar un acto tan espeluznante. Y no entiende, todavía no entiende, porqué sus pasos le han llevado hasta allí, qué tiene él que ver con todo aquello, y si algo o alguien le ha conducido hasta ese horrible crimen, ¿por qué no lo ha hecho con tiempo suficiente para que él pudiera evitarlo?

Michael sale del coche un poco conmocionado pero ileso, se para un momento a observar, entre el hierro y la madera, aquel amasijo de carne triturada que otrora fue un ser humano y, satisfecho pero oscuro, sin remordimientos pero vacío, cumplida su venganza pero deshumanizado, se da la vuelta e inicia el camino hacia el fin. El hombre de la cabeza partida observa, petrificado, como Michael no desaparece por el bosque, camino del puente, camino del río, simplemente se desvanece, se volatiriza en el instante en que él comprende. El hombre sin pasado recupera su horrible pasado; el hombre sin memoria recupera su infausta memoria. Él es Michael y ha presenciado, como en un sueño, fuera de su propio cuerpo, el asesinato del taxista homicida responsable de la muerte de Julia que él mismo perpetró la noche anterior. Abrumado por su terrible descubrimiento, se acerca al cuerpo inánime, que aún no ha sido descubierto y está ya helado, y se queda allí unos instantes, horrorizado pero no arrepentido, antes de iniciar por segunda y última vez el recorrido hacia su inexorable destino, tan solo unas horas aplazado.

 
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"Todo crítico, ay, es el triste final de algo que empezó como sabor, como delicia de morder y mascar"

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