Concluido ese breve momento de calma antes de la tempestad, la niña dio dos pasos en dirección a uno de los verdugos y en un instante se plantó delante de él; el habitáculo era minúsculo. El tipo permanecía allí sonriéndole como un imbécil, como vanagloriándose de lo que había hecho, con la espada todavía en la mano, el filo goteando sangre. Aprovechando que aquellos asesinos no la consideraban amenaza alguna, la niña, en realidad una máquina de matar que, como una granada de mano a la que le acaban de quitar la espoleta, estaba a punto de estallar, destrozando a toda aquella manada de criminales, le arrebató de la mano la espada con inusitada rapidez y, con gran destreza y de un solo movimiento, puro, firme, preciso, perfecto de ejecución, le seccionó la cabeza al cortador de cabezas. Antes de que aquel cuerpo sin vida acabase de desplomarse, ella, moviéndose con una agilidad mortal, mezcló la sangre por tercera vez en la hoja de aquella espada, clavándosela en el corazón al segundo asesino que había dejado olvidada la suya en el pecho del anciano.
Como la primera bailarina de un ballet macabro y economizando movimientos como sólo un soldado bien entrenado sabe hacer, extrajo el sable de la caja torácica del segundo verdugo, certificando así su muerte, y se plantó en el dintel de la puerta que, como un lienzo, mostraba a tres de los ocho restantes abriendo los ojos y la boca desmesuradamente; tres versiones del grito de Munch. Mientras que a su espalda el cuerpo sin vida del segundo caía a plomo y su cabeza (que aún no se sabía cabeza de un muerto) se estampaba por el lado de la sonrisa contra la esquina del escritorio de madera de la estancia, provocando que algunos dientes saltaran de la boca reventada y cayeran como cuentas de un collar rebotando fastidiosamente contra la madera vieja pero pulida como el mármol del suelo, ella agujereaba cabezas. Acometiendo de atrás hacia adelante, como dando puñaladas pero con un cuchillo sobredimensionado, la niña clavó la espada en el cuello del primero de los colaboradores en la ejecución de su maestro, que aún sin haber empuñado un arma, reclamaban su lugar en el paraíso. Aquella garganta no había sido capaz de producir un maldito sonido mientras su dueño observaba, aterrorizado, la escena que se había desarrollado delante de él, y no tendría ocasión de desquitarse, había enmudecido para siempre jamás. Dentro del mismo y armonioso movimiento, ella extrajo con facilidad la espada de aquel cuello, convertido de esa manera en un fantástico surtidor que dejó empapada de sangre su cara y sus ropas y, acto seguido, la insertó en uno de los enormes ojos del sujeto que estaba justo al lado de aquel y desclavarla a su vez, no sin dificultad, para, finalmente, incrustarla con todas sus fuerzas en el cráneo del tercero de los situados en primera fila del espectáculo acontecido en aquella habitación.
Ahora sí, rompiendo por fin el increíble silencio que habían mantenido, petrificados, en un absurdo estado de shock impropio de unos asesinos que se han reunido para matar, para acabar con la vida de alguien en plena noche, y después de presenciar como cinco de sus compañeros habían muerto fulminados en apenas veinte segundos a manos de aquella arma letal en forma de niña con pantalón de pijama y camiseta, los supervivientes reaccionaron: gritos de terror y estampida