CAPÍTULO I
Todo empezó como suelen hacerlo estas cosas. Fue imperceptible al principio. Pequeños desajustes aquí y allá. Hechos sin importancia. Detalles que nadie sabe apreciar, sólo frikis, coleccionistas de lo insignificante o personas al borde del abismo. O en todo caso alguien como yo, que nada en la orilla de la realidad apenas lo justo para mantenerse a flote. Yo, especialista en nada, interesado en todo, alborotador de multitudes, poeta de lo absurdo, insensato aprendiz de domador de voluntades femeninas. Yo que me ganaba la vida, o la perdía qué más da, vendiendo mis sonetos en los semáforos como quien limpia un parabrisas, intercambiando risas por divisas. Rima consonante, “no tiene remedio”, decía mi vieja, “nunca llegará a ser un hombre de bien, todo el día se pasa recitando poemas, es un chiflado”, “sí lo tiene”, decía su cónyuge, que no mi padre: cinturón que te crió. Del azul al rojo, del morado al fucsia, toda la gama de colores instalada en mi piel, insensible a ese tipo de dolor. No comprendía el pobre desgraciado que mis cuitas iban por otros derroteros. Esos mazazos y otros que regala la vida sin pagar peaje, no eran sino apenas unos arañazos en el fuselaje, en mi caparazón humano. El dolor. El dolor de verdad. El que duele. Ese dolor que se te mete en lo más hondo de tu ser, que te deja sin respiración, tan intenso por momentos que es preferible mil veces la muerte que sentirlo en tu alma. Ese dolor era mío. Mi mayor posesión. Y me duele mi dolor y el de los otros, me duele lo que ocurrió y lo que nunca ocurrirá, me duele el principio y la caída del telón. Y esa incapacidad para sentir dolor físico unida a la sensibilidad extrema al dolor por cada emoción reprimida, por cada sentimiento liberado, hace que viva desde siempre en el límite. En el límite del bien y del mal, de la vida y de la muerte, en el borde mismo de la locura y de la lucidez más absoluta. Esa posición privilegiada adquirida desde el principio de mi tiempo, junto con la búsqueda enfermiza de lo superfluo, lo colateral, lo esquinado, mi tendencia natural a meter las narices donde puedes encontrar la pestilencia más repugnante o el perfume más aristocrático, me convirtió en el candidato idóneo para identificar el cambio, para precisar con habilidad matemática el momento exacto, el instante en que se produjo el punto de inflexión. El punto de no retorno. O más bien, el punto de retorno absoluto.
Apenas fue un murmullo para unos cuantos elegidos, silencio sepulcral para la inmensa mayoría de la gente, para mí un exabrupto disonante en una melodía, hasta entonces, tan sólo llevadera. No era mi vida un espejo en el cual mirarse. Yo no osé nunca situarme en el futuro. Verme allí no fue jamás una prioridad. “Piensa en el futuro”, decía mi madre, ¿qué futuro? Yo nunca tuve futuro. Y ahora tampoco lo tenéis vosotros. El futuro no existe. Volátil, a cada paso que das cambia sistemáticamente. Te tuerces un tobillo y caes al lodo y te arrolla la vida como un autobús sin frenos. Ese futuro del que todos hablan y que yo no reconozco es de una fragilidad exasperante. Sólo tenemos presente. Vivimos un presente continuo. Presente, ése es tu nombre. Y tu apellido, pasado. El pasado sí que existe. Te define a la perfección. Dibuja un contorno exacto, acotado, de tu vida. Tu infancia, mayormente, y tu juventud no dejan gran cosa al azar. Ese amor que no tuviste, ese desamparo, esa falta de abrazos, de besos, de atención, esa ausencia de cariño paterno, eso es un agujero negro en tu alma y no tiene solución. No la tiene. ¡Por Dios, que no la tiene! Busca. Busca por ahí a ver qué encuentras. Tan sólo remiendos. Hay quien sabe coser muy bien. Te taladra los jirones de tu piel con hilos de titanio o de seda. Pero no es suficiente. Es un maquillaje integral, pero la herida sigue ahí. Es como una cicatriz que va de dentro hacia fuera, como un relámpago de amargura interior que pugna por salir y destroza tu disfraz, hace añicos tu careta de carnaval.
Tengo días. Tengo días malos y tengo días menos malos. ¿Qué puedo decir? Todavía sigo aquí. No he sucumbido a la tentación de poner fin a todo. Y ése es un hecho al que no encuentro una explicación plenamente satisfactoria. Tal vez sólo una: la poesía. La poesía como respuesta, la poesía como elemento de cohesión entre el mundo y yo, la poesía como bálsamo en una quemadura casi mortal, la poesía como medio y como fin. ¿Qué sería de mi si no estuviera todo el día embadurnado de poesía? ¿En que lodazal me despertaría cada mañana, si no tuviera un lápiz y un papel para anotar mi soneto más reciente, mi última prosa poética justo antes de lanzarla a la papelera, el romance que reproduzca con total inexactitud la aventura íntima con la penúltima mujer que tuve entre mis brazos, olvidada mucho antes de saborear su sexo? Yo soy poeta. Y moriré poeta.
Entretanto, permanezco aquí, en este mundo a punto de colapsarse. Y, si bien es cierto que me trajeron a él sin mi consentimiento, no es menos cierto que me iré sin un reproche. Y mientras haya luz en la trastienda de mi cerebro, no dejaré pasar un instante sin asomarme una y otra vez al precipicio de la vida de otros seres tan martirizados como yo, no cejaré en mi empeño de rozarme con ellos, a pesar de que mi alma torturada actúa a modo de lente de aumento de todas las miserias y sufrimientos y su dolor me acuchilla sin piedad. Ése es mi mantra, ésa es mi condena autoimpuesta, ésa es la minuta que pago por seguir vivo. ¿Y qué recibo yo a cambio? La contrapartida es mi capacidad ilimitada para disfrutar de la belleza en cualquiera de sus formas. Ése es mi alimento. Ésa es la sangre que bebe el vampiro que llevo dentro, ese ser ancestral que se nutre de lo bello, de lo hermoso, del encanto, de la gracia, de la perfección y de la excelencia. Así que vivo siempre en ese impasse, en ese callejón sin salida, con la enorme responsabilidad de mezclar reglamentariamente en un cóctel imaginario, esa belleza recogida por mis aguzados sentidos en la proporción exacta con ese dolor universal e inefable, destilándolos finalmente en un poema, en una sonrisa fugaz.
¿A qué viene desvelar todo esto?, ¿por qué expongo mi vida a pecho descubierto?, ¿por qué exhibo sin remilgos mis heridas de guerra? Porque al conocer mi historia, mi personal filosofía de vida, mi especial circunstancia forjada en mil infiernos reales o imaginarios, se podrá llegar a entender la razón por la cual estaba yo tan dotado para percibir con tanta claridad la magnitud de la tragedia, ese hecho trascendental que lo cambió todo, pero que los demás, ciegos perennes, tardarían mucho tiempo en identificar y todavía más en comprender.