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ACERO Y PLATA DE LUNA

Mis relatos Aquellos delfines se convirtieron en protagonistas de la página 31 de mi novela

Aquellos delfines se convirtieron en protagonistas de la página 31 de mi novela

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Un mar azul cobalto moteado de puntitos blancos lo abarcaba todo delante de mí. Desde la proa del barco tenía una visión privilegiada de aquel océano ligeramente encrespado y de aquel cielo tan pesado, tan plomizo, tan cargado de nubes. La tormenta no se haría esperar y hacía un frío cortante, pero yo disfrutaba como un niño del espectáculo que se desarrollaba unos metros más abajo, a la altura de la línea de flotación. Eran seis. Cuatro justo delante de la roda del barco y dos un poco a estribor. Seis preciosos y risueños delfines que nos acompañaban desde hacía por lo menos dos horas. Se deslizaban apenas unos centímetros por debajo de la superficie del agua a una velocidad endiablada, con una perfección absoluta. Parecían seres espaciales y desde luego eran especiales, con su brillante piel gris acero y sus inteligentes caritas de buenas personas. Me hubiese gustado poder nadar abrazado a uno de esos delfines como cabalgando en un enorme caballito de mar. Qué no hubiera dado por ello. Y de vez en cuando, los muy traviesos me agasajaban con uno de esos virtuosos saltos de como poco dos metros de altura, para volver a introducirse nuevamente en el líquido elemento. ¡Dios qué maravilla! Con qué naturalidad movían sus cuerpos resbaladizos en una especie de danza acuática de elegante ejecución. Y yo los observaba con deleite, en primera línea de platea, disfrutando de aquella exhibición de natación sincronizada que rivalizaba en belleza con un ballet ruso de primera categoría. Era uno de esos momentos maravillosos que te da la vida que, como todo, tiene un principio y un final. Se fueron tan sigilosamente como habían venido. De repente ya no estaban. La función se había acabado. La súbita desaparición de los delfines me dejó un poco triste. Pero yo siempre he sido un hombre triste. Y tristes son las despedidas. Y me había pasado mucho tiempo despidiéndome desde aquel día que decidí caminar por el mundo. Aquel primer día que empecé a recitar y acabé desmayándome. Habían pasado tantos años. Habían pasado tantas cosas. Yo he vivido mi vida en momentos como ése. Instantes en que la belleza me envolvía y me saturaba y en los que casi podía llegar a tocarla con las manos. Como electricidad, penetraba por la punta de mis dedos y se quedaba dentro de mí, acumulándose año tras año. Allí dentro, en aquel envase hermético y a una temperatura estable de treinta y seis grados y medio, se fusionaba con el dolor propio y ajeno almacenado durante diez años y de esa mezcolanza iba yo extrayendo de a poquitos, como si de un mineral se tratase, unos versos que iba colocando aquí y allá, incansable, inaccesible al desaliento.

 
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"Todo crítico, ay, es el triste final de algo que empezó como sabor, como delicia de morder y mascar"

Cortázar

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