Me llevé un moleskine, un block de notas de esos que se supone que utilizaba Hemingway, pero nada, ni con esas. Apenas anoté una idea para un relato y eso sí, puse 50 $ en el casillero de la gratificación en caso de pérdida. Lo que escribí no valía ni cincuenta céntimos. Y es que las personas somos autómatas con libre albedrío para poner en marcha los automatismos. Y yo estoy tan acostumbrado a escribir en mi portátil que los blocks de notas me sirven para eso, para tomar notas, apuntar ideas; las historias, en el ordenador. Estos días de viaje por Rusia descansé hasta de escribir. Pero la verdad es que de leer y escribir no me canso nunca. En cambio de los otros quehaceres cotidianos, como son los compromisos de trabajo, llamadas de teléfono, imprevistos, electrodomésticos que se estropean, fugas de agua en tu casa o en la de los vecinos, impuestos miles en esta ciudad tan cara, papeleo con el gestor, seguros, bancos, facturas, de todo eso acabas hasta el gorro. Menuda vida llevamos. Qué complicada. Y yo entiendo. Entiendo perfectamente a esas personas que dejan todo este “bienestar” tan occidental, tan moderno, tan de ahora, y se van a una cabaña en medio del bosque y se aíslan de todo. Y a lo mejor meditan o como mínimo depuran su vida y se libran de todo lo superfluo. Y les envidio, a veces. Otras no. Porque, ¿qué me llevaría yo a una cabaña o a una isla desierta? A mi media naranja para empezar. Y a partir de ahí, al Jabato. Y forraría la cabaña con cientos de libros. Ah, y algún tipo de aislante ignífugo, no vaya a ser. Claro, y el piano. E internet, aunque sólo sea para escuchar como hago ahora este Old Ideas bestial de Leonard Cohen que descubrí ayer y llevo casi 12 horas seguidas con él en el Spotify. ¿Y qué haría con mi madre y el resto de mi familia, a los que estoy tan unido? ¿Y mis amigos? Yo no podría dejar todo eso atrás. ¿Y qué dirían mis compañeros del Camp Nou? Siete años sin faltar un día de partido y de repente desaparecer, se pensarían que me he ido al otro barrio. ¿Y perderme los estrenos del Liceo? Ni hablar. Que no. Que no me voy. Me quedo con lo bueno de vivir en el centro mismo de la ciudad y también con lo malo. ¿Ves? No tengo remedio.
Lo bueno de irte de viaje es que desconectas de tu vida normal y cuando regresas del viaje descansas de la paliza que te has pegado en esos días intensos. Es que la vida del turista es dura; todo el día viendo monumentos, recorriendo calles, visitando museos, chico, terminas reventado. En Nueva York, hace un par de años, mi novia casi acaba conmigo, estaba como poseída, y nos pasamos todo el tiempo pateando las calles, todos los días, tenía los pies destrozados. Esta vez en Rusia hemos sido más comedidos. También hacía más frío. No es lo mismo pasear por la ciudad a una temperatura más o menos normal que hacerlo a cero grados o a menos dos y nevando. No. No tiene nada que ver. Pero me entusiasmó ver Rusia con nieve. Ésa era la idea. Y el caso es que no paró de nevar, todos los días, pero bien abrigaditos aguantamos el tipo. San Petersburgo me gustó más que la capital. En este sentido San Petersburgo es a Barcelona como Moscú es a Madrid. La ciudad que recibió durante la revolución bolchevique el nombre de Petrogrado primero y Leningrado después, también me recuerda a Ámsterdam y a Praga. Me imagino que es por la homogeneidad de sus edificios, construidos en la misma época, cuando le dio al Zar Pedro el Grande por levantar una ciudad de la nada sobre una tierra pantanosa, allá por el 1700. Le quedó genial. Es una verdadera lástima que el río y los canales estuvieran congelados, porque creo que es una ciudad construida de cara a sus cursos de agua y me hubiese encantado hacer el típico crucero en barco para poder apreciar toda su belleza. Moscú también me gustó, aunque es una ciudad más desigual, diría yo, con calles preciosas y barrios geniales para recorrer, pero otros no tanto.
De Moscú el mejor recuerdo que guardaré, sin duda, es el exquisito Ballet Mariinski que tuvimos la suerte de presenciar en el maravilloso teatro Bolshoi, con ocasión de la Golden Mask. Ojalá presenten ese programa o uno parecido en el Liceo este año. Delicatesen. Un nivelazo. Me encantó la tercera parte más que la primera que era más arriesgada y menos elegante, a mi juicio, aunque de impecable ejecución como todo el espectáculo. La segunda parte me gustó especialmente, tanto por los pasos de baile en sí, emocionantes como por los inspiradores solos de piano interpretados virtuosamente por el ganador del concurso Tchaikovski de este año, según me explicó la entusiasta señora que ocupaba el asiento de al lado. Seguro que recordaré por mucho tiempo las visitas que hicimos a los museos principales de las dos ciudades. Ocho horas en el Ermitage de San Petersburgo dan para mucho, disfrutando de los impresionistas y postimpresionistas, mi locura, pero también flipando con el palacio que no tiene nada que envidiar a los de Versalles o Paris. Me entusiasmó el Ermitage, la verdad. Un par de horas menos nos llevó empaparnos del Museo Pushkin de Moscú. El palacio no es, ni mucho menos, tan grandioso como el de San Petersburgo, pero las obras están, desde luego, a la altura. El caso es que no le prestan tanta atención, ni está tan cuidado como el otro, pero hay auténticas maravillas. Nos costó encontrar el edificio dedicado al arte impresionista, porque la gente allí no se entera mucho. Ni los transeúntes que pasaban por delante del museo, ni siquiera los propios encargados sabían enviarte al sitio adecuado. Y es que allí para encontrar a alguien que hable inglés te lo tienes que currar. Rusia, no está muy enfocada al turismo, por supuesto, al menos de momento. Y esto es un defecto pero también su mayor virtud porque da gusto ir a visitar un país diferente al tuyo y realmente ver ese país, a sus gentes por la calle, escuchar su idioma todo el tiempo, y tirarte todo el día sin cruzarte con un español, un europeo o lo que sea. Porque hay ciudades en que acabas harto de ver tanto turista, como en Praga, París, Londres o Barcelona, en las que te tienes que alejar del centro de la ciudad para ver a los auténticos oriundos del lugar.
Los ocho días fantásticos que hemos pasado en esas dos ciudades míticas que había visto a través de los ojos de los personajes de los escritores rusos que tanto me gustan, me han recargado las pilas. Ha sido un viaje inolvidable. Desde aquí mando recuerdos sobretodo para Nuria y Margarita, estupendas compañeras de viaje y mejor personas y también para Yone y Haritz, la simpática pareja que nos acompañó en el viaje en tren de San Petersburgo a Moscú. Hemos encontrado gente maja en este viaje, algunos jóvenes rusos nos ayudaron sin ni siquiera pedírselo, cuando nos perdimos y hubo quien, a pesar de su carácter un tanto frío y serio, tuvo la delicadeza de contestarnos a nuestras preguntas sobre el paradero de algún monumento o calle, eso sí en ruso.
El caso es que ya hace días que deambulo por aquí y mi cabecita ya está a toda máquina. Los documentos de Word van que vuelan. Escribo estás líneas, pero estoy acabando un poema, y empezando un nuevo relato para otro concurso y avanzando con mi novela. Ahora estoy buscando otro personaje con carisma para dar contrapartida a mi protagonista. Puede que lo haya encontrado. Y antes en el jacuzzi, cómo no, se me ha ocurrido una idea buenísima para una obra de teatro. Es un reto, sin duda, no sé si seré capaz de hacer algo decente. Aún tengo que darle forma. Quiero que tenga fuerza, e incluso no descarto llevar la trama hasta una catarsis, ya veremos. Estaba leyendo a Shakespeare, que es un derroche de vocabulario, pero busco algo más actual, releeré algo de Samuel Beckett, aunque mi idea no es exactamente teatro del absurdo, pero me puede inspirar y volveré a leer a Tennessee Williams, uno de mis favoritos. No. No me aburro. Definitivamente. Desconozco el término. Y cuando me canse de escribir ahí está la cama, blanca, y la manta, roja, y tres libros abiertos a medio leer y el piano con la tapa abierta y las partituras por el suelo; la cocina está ordenada y la casa calentita. He vuelto.