No podía abrir sus ojos. Por más que lo intentaba le era completamente imposible hacerlo. Había desarrollado esa patología. Los médicos decían que padecía optofobia, que se define como un persistente, anormal e injustificado miedo a abrir los propios ojos. Era algo psicológico, sin duda, pero muy real. Ni él mismo recordaba cuando empezó esa locura a apoderarse de su cabeza. De pequeño era un niño completamente normal, y en su adolescencia hizo las cosas que se esperan de un joven a esa edad. Fue a partir de los dieciocho años que empezó a darse cuenta de que no soportaba ver el mundo. Mirar a una persona a la cara era un esfuerzo sobrehumano, observar el movimiento de las cosas le aterrorizaba y los colores le atacaban como si fueran rayos infernales. Sólo obtenía descanso cuando cerraba los ojos. Era feliz entonces. A la edad de veinte años ya se pasaba el día entero encerrado en su habitación. Escuchaba música y leía libros (había aprendido a hacerlo en Braille) y no abría los ojos para nada. Se comportaba como un auténtico ciego. Sus padres, desesperados, lo intentaron todo. Le llevaron a médicos, psicólogos y también a médiums, charlatanes y expertos en hipnosis. No hubo nada que hacer. En cuanto le obligaban a abrir los ojos gritaba aterrorizado como si fueran a acabar con su vida. Cogió la rutina de abrir los párpados una vez al día, antes de irse a dormir y en una completa oscuridad. Y lo hacía solamente por higiene, para limpiar los ojos con una solución que le había dado el oftalmólogo con el fin de mantenerlos limpios y evitar infecciones. De alguna manera, se había convertido en un ciego vocacional, o mejor dicho, un ciego psicológico destinado solamente a engordar la estadística de una de esas enfermedades raras.
Después de muchos años sin abrir los ojos y sin tener el más mínimo contacto visual con el mundo que le rodeaba, allí, en el interior de su cabeza, comenzó a desarrollarse una habilidad extraña. Veía con todo lujo de detalles lo que iba a pasar en un futuro próximo. Él, que era incapaz de abrir los ojos para ver la realidad cotidiana, en cambio podía ver, como si los tuviera abiertos, lo que iba a acontecer en el futuro. Tan sólo necesitaba tocar con sus manos a una persona o un objeto y automáticamente sabía lo que iba a ser de ellos en los próximos días. Podía ver su destino. Era una habilidad increíble, extraordinaria, casi mágica. El vidente que no podía abrir sus ojos, como se le conoció desde entonces, recibió con serenidad aquel don divino y lo tomó como una compensación por su sufrimiento al no poder ver como las demás personas, a pesar de gozar de una visión en perfecto estado.
Al principio, el vidente fue comedido al desplegar su tremenda habilidad. Utilizaba su don con mesura, sólo con sus familiares y amigos y con el único fin de hacer el bien. Cuando le planteaban utilizar sus dotes de adivino para algún negocio lucrativo o que no sirviera estrictamente para ayudar a alguien, se negaba en redondo alegando que su don le había sido otorgado sólo para actuar correctamente, no para aprovecharse de él. Pero no tardó en correr la voz y empezó a venir gente de todas partes atraída por aquel adivino famoso. Cosa nada extraña teniendo en cuenta que proliferan en este mundo los falsos profetas, y que multitud de seres humanos necesitados o faltos de fe se ponen en sus manos para intentar averiguar qué será de ellos, llegando a pagar mucho dinero para ser finalmente engañados. El vidente que no podía abrir sus ojos se convirtió en una celebridad. Su extraño comportamiento de ciego sin serlo realmente y, sobretodo, la exactitud de sus predicciones se extendieron por todo el país. Le visitaban personas de toda índole que querían saber qué les deparaba el futuro próximo, actores que le preguntaban si serían escogidos para un papel en una película, deportistas que necesitaban conocer si rendirían en un partido o si se lesionarían, o sencillamente enamorados que deseaban saber si la persona amada correspondería a su devoción. El vidente, que era auténticamente persona de buena fe, atendía a todos por igual, siempre respetando su máxima de utilizar su don con un fin bondadoso, y se negaba siempre que le pedían algo que estuviera fuera de sus reglas o que entrara en colisión con sus principios.
El vidente que no podía abrir sus ojos no admitía dinero por sus, digamos, servicios, pero aceptaba regalos si eran hechos con el corazón. Él percibía en el alma de las personas si éstas actuaban de buena fe o si pretendían aprovecharse de su habilidad adivinatoria. Con el tiempo, la ceremonia con que agasajaba al afortunado que había conseguido una audiencia con él, bien sea por haber hecho una cola de días o sencillamente por ser persona pública, era todo un espectáculo. En la sala habilitada para sus sesiones, totalmente insonorizada, había dispuestas dos sillas con reposabrazos, una enfrente de la otra, y una lámpara que proporcionaba una tenue luz indirecta. El ayudante hacía entrar a la persona elegida para recibir el vaticinio, le sentaba delante del vidente que ya estaba acomodado en la otra silla y abandonaba la estancia cerrando la puerta tras él. El vidente que no podía abrir sus ojos cogía las manos de la persona sentada delante de él y le preguntaba suavemente qué deseaba saber. Aunque mediante aquel contacto él quedaba automáticamente informado de todo lo que iba a acontecer en la vida de aquel individuo en los días siguientes, se limitaba tan sólo a contestar a las cuestiones que le habían traído allí. Él no era quién para cambiar el futuro de las personas. Si el destino de aquel ser era cruel, o incluso terrible, el vidente sufría por él pero no podía hacer nada más. Se decía a sí mismo: "Yo no soy Dios".
El tiempo pasa y las personas pasamos a través de él. Las cosas se sucedieron más o menos de esa manera hasta que llegó un día en que se presentaron unos delincuentes con la intención de raptar al vidente que no podía abrir sus ojos. Hubo suerte y unos agentes de la ley que casualmente estaban por allí evitaron que se llevara a cabo el secuestro. Siempre se sospechó que todo aquello no fue más que un montaje preparado por el Gobierno y que éste había actuado sin más dilación, una vez descartada la posibilidad de que se tratase de otro charlatán más y comprobada la exactitud de todas las predicciones del vidente. Las sospechas tomaron cuerpo cuando éste fue trasladado (por su propia seguridad, según el Gobierno) a una fortaleza fuertemente protegida por el ejército. Aquel búnker se convirtió a partir de entonces en su nuevo hogar. El vidente continuó realizando la misma labor que hacía cuando era libre, pero en vez de predecir el futuro para personas, ahora lo hacía para gobiernos. El vidente que no podía abrir sus ojos llegó a ser tremendamente influyente. No había decisión política importante entre países que se tomase sin su presencia. Se erigió en el principal mediador de conflictos entre las naciones y fue nombrado Consejero Mundial a Perpetuidad. En definitiva, se había convertido en la persona más importante del planeta y responsable de La Paz Mundial.
Pero el vidente no era feliz. Había perdido su libertad y era obligado sistemáticamente a explicar el futuro inmediato a las élites gobernantes. Él albergaba serias dudas de que su trabajo, por así decirlo, realmente ayudara a La Paz Mundial, y creía que sus visiones beneficiaban a unos y perjudicaban a otros. Llegó a la terrible conclusión de que sus predicciones podían incluso producir un desequilibrio irreversible en el correcto funcionamiento del planeta. Finalmente, tomó la decisión de dejar que el mundo se las arreglase sin sus adivinaciones. El principal problema con el que se encontraba es que se había convertido, sin quererlo él, en un arma de destrucción masiva si caía en manos de delincuentes o terroristas, y sabía que el Gobierno y el ejército jamás iban a dejarle escapar con vida.
Este mundo nuestro no está exento de ciertas paradojas. El don del vidente que no podía abrir sus ojos, era la causa de su infelicidad y de su cautiverio y al mismo tiempo su solución. Ciego como era, utilizó su fantástica habilidad como si fuera el radar de un murciélago y se deslizó entre los soldados con la agilidad de un felino, sin que éstos pudieran verlo, siempre previendo con unos segundos de antelación los movimientos de sus guardianes. El vidente pasó por delante de sus carceleros como un hombre invisible, como un superhéroe enmascarado. Y sólo era un pobre ciego con una única aspiración: que le dejasen tranquilo. Eso sí, era un ciego con un don que le hacía tremendamente poderoso.
En este periplo, el vidente había aprendido a utilizar sus extraordinarias habilidades para algo más que para adivinar el futuro de sus semejantes y era capaz de moverse sin ser visto, pasando absolutamente desapercibido. Vivió un tiempo escondido, evitando con facilidad los intentos del Gobierno para capturarle y eliminarle. Pero algo había cambiado en su interior. Había sufrido un terrible desengaño. Él había pretendido ayudar a la gente de buena fe y lo que había conseguido era que se aprovechasen de su habilidad de ver el futuro, con objeto de hacer el mal. Su don había sido el culpable de sus desdichas, del alejamiento forzoso de sus padres, de la privación de su libertad y de tener que vivir en la clandestinidad. Y a pesar de que, en cierto modo, podía ver, al ser capaz de representar en su mente las imágenes de lo que estaba a punto de acontecer, lo que de verdad deseaba con todas sus fuerzas era abrir sus propios ojos y ver el mundo. Ya no se acordaba del mar, de los bosques, de los colores, del brillo de una mirada, de la belleza de una obra de arte, de la luz... Pero era incapaz de abrir los ojos. Fue entonces que tomó una decisión: no descansaría hasta conseguir curar su patología.
Recorrió varias ciudades hasta que finalmente dio con la persona que era capaz de curar su optofobia. El sanador, que utilizaba un peligroso método que él mismo denominaba hipnosis irreversible, le garantizó que su terror a ver el mundo desaparecería para siempre, pero que no había vuelta atrás. "Piénsalo bien", le dijo, "quizás no te guste después tu nueva vida, ¿aceptas someterte al tratamiento?". "Sí, acepto", contestó el vidente. Era tan infeliz con su vida presente que ni siquiera quiso saber qué le depararía el futuro: se lanzó al vacío. Y funcionó. Milagrosamente consiguió abrir los ojos, después de tanto tiempo.
Fue una explosión de luz y de colores. Aquellos azules, verdes, violetas, le llenaban el corazón de alegría. El contraste entre el vertiginoso movimiento de personas y cosas y el horizonte inamovible le producía una sensación de mareo, de borrachera. El vidente se sintió henchido de una dicha como no había experimentado en toda su vida. Pero no duró demasiado. Fue una felicidad efímera.
Algunas personas de este mundo han nacido con el infortunio de ser un juguete en manos de un dios revoltoso. El ahora mal llamado vidente, sin duda, era una de ellas. Es cierto, podía ver y disfrutar mirando las cosas de esta tierra, pero había perdido su don. Ya no era capaz de predecir el futuro. Sus extraordinarias habilidades habían desaparecido por completo al recuperar su capacidad de abrir los ojos. Aquel pobre hombre se sintió terriblemente desgraciado. Había sufrido tanto con sus habilidades adivinatorias y deseaba con tanta vehemencia volver a ver, que no pensó que al abrir los ojos perdería su don. No había sido consciente de que no podía tenerlo todo: una cosa anulaba la otra. Y, ahora que lo había perdido, comprendía la tremenda importancia que su don tenía para su persona. Por una parte, era su razón de ser: él no era nadie sin su don, era tan sólo uno más. Todo el mundo podía abrir los ojos y ver, en cambio solamente él había sido capaz de predecir el futuro con aquella exactitud imposible para el resto de los mortales. Pero lo peor y lo que le tenía completamente aterrorizado era que, en aquellas circunstancias, no podía defenderse de sus perseguidores ni prever sus movimientos. Éstos no serían en absoluto comprensivos con su nueva condición de no vidente: primero dispararían y luego preguntarían. Si no recuperaba su don con celeridad era hombre muerto. No habría lugar en el mundo donde esconderse.
Hay cosas que un hombre tiene que hacer. Él sabía exactamente cuál era su única posibilidad si quería sobrevivir. Desconocía si era poseedor de la fuerza necesaria para llevar a cabo un sacrificio inconcebible como el que se había propuesto. Aún era de noche cuando echó a andar, pero no tardaría en amanecer. El pánico se entretenía haciendo un nudo con sus piernas y le hacía avanzar lentamente hacia su destino. Llegó por fin a su último paisaje y esperó, temblando, la salida del sol. Sus manos no parecían suyas cuando se colocó las pinzas en los párpados, su corazón retumbaba como el de un gigante. En el momento en que el astro rey inició su ascenso de la nada quedó invadido por la belleza del instante. Pero cuando ya había que apartar la mirada, porque el sol comenzaba a brillar con fuerza, él no lo hizo. Aguantó un sufrimiento inhumano como ningún otro, infringido por él mismo, hasta que del brillo de una estrella se hizo la oscuridad más absoluta. Sus ojos se habían quemado. Estaba ciego, absolutamente ciego. A punto de perder el conocimiento, con un dolor monstruoso que amenazaba con hacerle explotar la cabeza, percibió claramente como le era devuelto su don. Y fue dichoso. Desquiciado, loco, el vidente sonreía de felicidad, con los ojos echando fuego.
El destino puede ser muy macabro y, a menudo, carece del romanticismo que tanto apasiona a los habitantes de este mundo. Su dolorosa felicidad fue, una vez más, desgraciada y fugaz. El vidente no tardó más de unos pocos segundos en descubrir su cruel destino. Sus perseguidores habían dado con él, aprovechando aquellas horas en que había sido desposeído de su habilidad adivinatoria. En su desesperación gritó lastimosamente, y su alarido desgarrador no sólo se escuchó, se pudo ver a miles de kilómetros de distancia. El vidente que no podía abrir sus ojos, que perdió sus ojos por querer abrirlos, murió viendo exactamente en su interior, en su mente, lo que sus ojos ya no podían ver.