No creo en Dios.
Creo en un whisky doble con hielo.
No creo en el amor. Ya no. Prefiero un buen revolcón.
No creo en la bondad de la gente.
No me interesan las putas. Nunca os he necesitado. Las tías siempre me han ido detrás, no sé que me ven. Debe ser esta pinta de mal tipo que arrastro. Dicen que a las mujeres les gustan los chicos malos.
Quizás sea eso.
Por otra parte, para estar con una mujer, yo necesito que me desee, no me basta con desearla. No hace falta que me quiera, no soy tan iluminado, pero tiene que estar excitada, yo que sé, volverse loca a veces. Y las prostitutas solo desean tu dinero.
Nunca he podido ir con ellas. Esas pobres mujeres, las del oficio, en realidad, me inspiran lástima. Se puede perder casi todo en esta vida, el trabajo, el dinero, no sé, algún ser querido. Quién puede decir que no se haya dejado algo importante, acaso imprescindible, por el camino, y hay que seguir tirando, qué remedio. Pero la dignidad no la puedes perder. De ninguna manera. Jamás. Si pierdes la dignidad, ¿qué te queda? En mi caso, eso equivaldría a perder la vida.
Claro que mi vida no vale mucho.
Pero tengo dignidad.
En cuanto a lo esencial, yo creo que la esperanza tampoco la deberías perder. Eso dicen, ¿no? Debería ser lo último. Si lo piensas bien, lo penúltimo.
A mi no me queda ya mucho de eso.
No tengo esperanza de que mi vida mejore.
No creo que vaya a mejorar la de nadie, a decir verdad. Bebo demasiado.
Demasiado a menudo.
Casi siempre whisky. Pero no le hago ascos al vodka.