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ACERO Y PLATA DE LUNA

Mi historia Diez veces me caí (continuación)

Diez veces me caí (continuación)

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Diez veces me caí, así fue. Quizás fueron once, la memoria a veces juega malas pasadas. Y otras tantas me levanté. Y, es cierto, han pasado veinte años desde entonces. Y no es menos cierto que hace diez años, casi once, que no me he vuelto a caer de un caballo. Pero hoy no voy a hablar de mi particular filosofía ni de cómo encajar los golpes que te da la vida. Hoy voy a contar historias. Historias de caballos y de adolescentes, de mi hermano y de mi caballo, de juventud y de madurez, de amor y de lealtad. Historias para compartir. Historias ni mejores ni peores que otras, pero que son las que son, que son las que fueron.

Yo tendría dieciocho o diecinueve años, mi hermano tres más, y un buen día nos dio por ir a la montaña, a una hípica, y alquilar unos caballos. Nada extravagante. Pero oye, que nos gustó. Y repetimos. Y nuestra afición devino en pasión. Y cada fin de semana nos gastábamos el poco dinero que teníamos en la hípica. Ni siquiera hicimos clases para aprender a montar correctamente. Qué va. Aprendimos sobre la marcha, en la montaña. Ahora no busques estilo, elegancia, eso no iba con nosotros. Éramos unos auténticos brutos. Y ¡Dios! ¡cómo corríamos! La sensación de libertad, de aventura era indescriptible. ¡Cómo disfrutábamos! Éramos tan inconscientes que reventábamos a los caballos y mira que eran duros de pelar, caballos fuertes y resabiados, acostumbrados a mil jinetes distintos. Como los dueños de la hípica nos tenían amenazados, antes de llegar a las cuadras secábamos a los caballos con unas toallas y les quitábamos el sudor blanco que nos delataba porque de lo contrario no nos hubiesen vuelto a alquilar un caballo, no nos hubieran dejado ni siquiera un viejo caballo de carga.

Pero claro, de tanto hacer el burro, llegaron las caídas. En mi caso fueron unas diez, a cada cual más aparatosa, y mi hermano otras tantas. Claro, no me acuerdo de todas pero sí de las más importantes. Como aquella vez en la que un caballo que estaba como loco, con los ojos desencajados, harto de mí, intentó tirarme por un precipicio arriesgándose a caer conmigo. No lo consiguió. O aquella otra en que un caballo me aplastó la pierna contra un árbol en plena carrera y yo, todavía encima de la montura, lloraba más porque pensaba que me había roto la rodilla que por el insoportable dolor que sentía. No se fracturó. Eran heridas de guerra. También me acuerdo de una vez que, yendo al galope, se rompió la cincha que sujeta la montura al caballo y me fui al suelo con la silla y todo. ¡Qué torta! Y mi hermano igual. Es terco como una mula. No se sabe quién es peor, él o yo. El caso es que no dejábamos que los caballos nos ganaran la partida. Mandábamos nosotros y les obligábamos a obedecer siempre y, cuando estábamos cerca de la hípica donde los caballos tienen querencia a la cuadra, había unas luchas feroces. Eran ellos o nosotros. Y éramos nosotros. Pero a qué precio.

En una de esas, mi hermano le dice al caballo de buenas maneras, es un decir, que nada de irse a la cuadra, que seguimos por la montaña y el animalito se encabrita y se levanta de manos. Y mi hermano en vez de cogerse del cuello del animal pierde el equilibrio y el caballo también y se caen los dos para atrás. Y eso que los veo delante de mí, mi hermano en posición de montar encima del caballo, pero debajo, y el caballo igual pero con las cuatro patas en el aire, vamos, como una estatua de caballo y jinete pero del revés. Menudo susto morrocotudo me pegué, temí que mi hermano se hubiera roto la espalda. Pero nada, al instante siguiente se levanta el caballo, le pisa un poco con los cascos y sale corriendo. Al poco se incorpora mi hermano, un poco maltrecho pero prácticamente ileso. Es una bestia parda, lo juro, duro como una piedra.

La verdad es que hacíamos barbaridades. Ya sé que para divertirse muchos chicos de nuestra edad se dedican a fumar, a beber y a tomar drogas pero a nosotros no nos hacía falta. Cada fin de semana subíamos a la montaña y nos jugábamos el pescuezo una y otra vez. Era un subidón de adrenalina bestial. Había dos caballos que recuerdo especialmente. Han pasado más de veinte años pero ¡cómo olvidarse! ¿Eh, hermano? Arizona y Mascaró, así se llamaban. Eran increíbles. Tenían un corazón, una potencia, una resistencia. Eran nuestras almas gemelas. No se sabía quién podía más. Una hora, dos, al galope, sin parar, en subida, en bajada, a lo loco. Acabábamos absolutamente destrozados y los tíos aguantaban. Nos cruzábamos con coches, bicis, personas. En una ocasión se nos atravesó un coche, era azul, y acabamos con las patas delanteras de los dos caballos encima del capó. Nos fue de un pelo. En fin, qué más decir, éramos felices.

Las cosas buenas no duran siempre y esa etapa acabó, como no, con una nueva caída. La madre de todas las caídas. Íbamos mi hermano y yo como siempre a toda pastilla, a galope tendido, y no nos dimos cuenta que había un desvío en el camino que era como una atajo que conducía hacia las cuadras. Mi caballo se encabritó y, como si fuera un potro salvaje, saltó sobre sus patas traseras y me lanzó como en un rodeo por encima de su cabeza unos tres metros por delante y desapareció por el caminito junto con mi hermano, que luchaba por controlar su caballo. Caí fatal, sobre la cabeza, la nuca y el cuello. Escuché un crack y se me fundieron los plomos, me quedé inconsciente.

No sé cuanto tiempo pasó, minutos creo, y me desperté con un rumor sordo en los oídos y la boca seca. Bueno, me desperté es un decir. Abrí los ojos y no veía nada. Todo era negro. La verdad más absoluta es que pensaba que estaba muerto. Sí, eso fue lo primero que pensé. Me dije ¡ostia! ¡Esta vez te has pasado, estás muerto! Luego vino el miedo, pánico diría yo, abrir los ojos una y otra vez y verlo todo negro asusta a cualquiera. Me sentía tan mal que no me lo podía creer. En seguida empecé a ver unos puntos de luz en la negrura. Yo creo que cuando dicen que ves las estrellas al recibir un golpe fuerte se deben referir a eso, yo veía estrellas en un cielo completamente negro. Lo malo es que era de día y hacía un sol de justicia. El caso es que intento levantarme y lo que hago es vomitar. Lo vuelvo a intentar y al suelo. Otra vez y al suelo. Lo intenté cinco o seis veces. Me fue imposible. En eso vino mi hermano con los dos caballos, como media hora después de la caída, y absolutamente aterrorizado esperó a que yo recuperase la visión, me montó en mi caballo y regresamos a la hípica. De allí a urgencias del Clínico. Y a esperar. Horas como siempre.

Después de tres horas yo me sentía mucho mejor y estaba muerto de hambre. Convenzo a mi hermano para ir a comer una hamburguesa, dos por barba, y, podéis creerme, después nos fuimos al… cine. Menudo par de insensatos. Nuestra estrategia era volver al Clínico a la salida del cine pensando que para entonces nos atenderían. Nos resultaba odioso esperar horas en urgencias. Las cosas no fueron como esperábamos y a la mitad de la película me volví a sentir fatal, vomité otra vez y regresamos rápidamente al hospital. Allí ya nos habían llamado y el médico me revisó, me hizo todas las pruebas pertinentes y me pegó una bronca alucinante, que a quién se le ocurre irse del hospital, que tenía traumatismo craneal, con pérdida de conocimiento, conmoción cerebral, etc. Me dijo que estaba vivo de milagro y que no entendía cómo no me había roto la columna. El buen doctor me dejó en observación y me prohibió hacer deporte, movimientos bruscos, coger aviones y mil cosas más. Ni caso. Una semana después estaba en un avión con destino a Grecia, con ocasión del viaje de fin de carrera, pero ésa es otra historia.

 
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"Todo crítico, ay, es el triste final de algo que empezó como sabor, como delicia de morder y mascar"

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