Vamos a situarnos: tienes 13 años y tu infancia es, llamémosle, diferente. Tu padre, en ese momento hace una vida de hippy raro y duerme en los encantes, en la palmera. Tiene que cuidar sus mercaderías. Dormir en la palmera es toda una experiencia. Han pasado treinta años y no se olvida. Sigues allí. El letrero de la Caixa de ahorros Laietana también, y el de Sanyo. Lo sé, los he visto. Es de noche, noche cerrada. Los ruidos de la oscuridad te envuelven. Es como una selva pero en plena ciudad. Lo de dormir es un decir, es una broma pesada. Yo no duermo. Es imposible. Tengo que cuidar la parada. De los merodeadores. Me lo ha pedido, me lo ha ordenado mi padre así que ahí estoy, un cuchillo en la izquierda, es un buen machete, una cadena de hierro en la derecha, ¿o era al revés?, defendiendo sus pertenencias, mientras él está ausente. Las horas pasan lentamente. ¿Por qué? ¿por qué tarda tanto? ¿Han salido mal las cosas? ¿Le ha pasado algo? Tengo miedo. Tengo miedo por él, tengo miedo por mí. Lo noto en el estómago. En las tripas. Es como algo vivo. Y tengo hambre. Y tengo frío. Y las ratas, ¡Dios, son enormes! No se cortan, no me tienen miedo. Pasan por encima de mis pies. ¡Son asquerosas! ¡Las odio! Serénate. Siéntate en la plancha de metal arqueada y oxidada que sirve de mostrador. Levanta los pies como cuando eras pequeño y veías una película de Drácula en el sofá con tus hermanos y ya ni te rozarán. Viene alguien. ¡Tengo tanto miedo! Y siento un sabor amargo en el boca, la garganta tan seca que no puedo ni tragar saliva. Aparece una figura por el camino arrastrando los pies, levantando el polvo. No le veo la cara, la luz de una farola está justo a su espalda, me recuerda la portada de un disco de Bob Dylan. Está muy cerca. Me olvido de las ratas y me incorporo. Empuño mis armas y fijo los ojos en él con tremenda hostilidad. Se acerca, me mira, y se aleja lentamente. No sé si venía a hacer daño. Tal vez mi actitud decidida le hizo cambiar de opinión. Quizás sólo era un borracho. No me importa. Sólo me importa mi comportamiento, mi entereza. Me tiembla todo el cuerpo pero no he retrocedido ni un paso. Hay momentos en la vida en los que tienes que demostrarte a ti mismo lo fuerte que eres. Esos momentos son los que moldean tu personalidad y definen el hombre que serás. Finalmente aparece la figura que tanto ansiaba ver. Y me mira con esa mirada que veo todas las mañanas en el espejo. Y con su manaza me acaricia el pelo diciéndome “buen chico”. No daba una a derechas pero le quería. ¡Dios, cuánto le quería! Era mi padre.