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ACERO Y PLATA DE LUNA

Mis relatos Enfermedad mutante

Enfermedad mutante

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Pero precisamente en ese estado miserable y frío,

entreverado de desesperación e incredulidad,

en ese sepelio de sí mismo en la pesadumbre,

en ese retraimiento de cuarenta años bajo tierra,

en ese in pace inevitable y equívoco,

en esa pútrida fermentación de deseos reprimidos,

en esa fiebre de vacilación, resoluciones irrevocables y súbitos escrúpulos,

en todo eso es donde reside la fuente de esa extraña voluptuosidad ...

FIODOR M. DOSTOYEVSKI

Memorias del subsuelo

Debía tratarse de una enfermedad natural ...

Aunque resultaba imposible conjeturar qué clase de

enfermedad producía aquellos terribles resultados.

H. P LOVECRAFT

Yo y solo yo puedo explicar esta historia. Opiniones las tiene cualquiera, yo tengo hechos. Y tengo tatuajes en mi piel. Y no es baladí hacer este comentario porque estas marcas en mi epidermis son muescas que avisan del paso del tiempo, algo así como los anillos de crecimiento de los árboles. También tengo opiniones, y puede que aderece mi narración con alguna de vez en cuando, estoy en mi derecho. Al fin y al cabo, ¿quién me va a contradecir? No queda nadie aquí ya, al menos eso creo, y si lo hubiera yo no podría verlo y mucho menos escucharlo, estoy demasiado arriba. No estoy divagando. Es que tengo hambre. Tengo toda el hambre del mundo. Es difícil de explicar. No estoy loco.

Mi nombre es muy largo, es compuesto y aproximadamente mide unos cuatro metros. Puede parecer extravagante pero no lo es. Es mi herencia. Tengo un nombre por cada año que he permanecido en este mundo. Y tengo mil doscientos años. Pero pongamos que me llamo Q. Me gusta, es corto. Todo en mi vida es tan dilatado que me agobia sobremanera. Me gustan las cosas sencillas. Ahora. En el pasado me apasionaba la complejidad. Yo mismo soy un ser terriblemente complejo. Y un poco anárquico. Pero antes era peor. Era una bestia parda, mataba por nada. Nunca he sido un dechado de virtudes, pero cuando era joven y contaba con tan solo unas pocas decenas de años, cuando alguien me miraba mal le arrancaba la cabeza sin más miramientos. ¿Por qué? Porque podía. Ahora he madurado bastante, me he hecho mayor, me acerco al final y la experiencia es un grado. También es cierto que no hay nadie más que me pueda incordiar y eso ayuda.

Podría decir que mi historia es una historia cualquiera, pero mentiría. Mi historia es La Historia. La historia de este planeta. Puede sonar pretencioso, cosa que me trae al fresco, pero las cosas son como son. Empezaré por el principio. No, mejor empiezo por el medio. El principio es la Prehistoria, la Edad Media, La Edad Moderna, todo eso, y ya está archisabido y súperestudiado. Francamente, no interesa. La cosa con substancia empieza en el siglo XXI. Todo el mundo sabe que en nuestra especie siempre ha habido una maldad subyacente. No nos engañemos, siempre ha estado ahí latente y los más agoreros vaticinaron una y otra vez que acabaríamos mal, que nos mataríamos los unos a los otros y que la raza humana se extinguiría sin remisión. Y me sabe mal porque esa gentuza siempre me ha caído gorda. Y además odio a la gente pesimista. Pero hay que reconocer que algo de razón tenían. No toda, no hay que exagerar. Al fin y al cabo, todavía no nos hemos extinguido, queda uno, aún estoy yo. Pero claro, quién es el listo que asegura, apostando su vida que, hoy por hoy, yo sigo siendo humano. Aquí podríamos entrar en disquisiciones filosóficas y científicas, que si Darwin y la evolución de las especies, que si mutaciones, que si yo soy una aberración de la naturaleza, etc. No nos precipitemos.

La gente de la calle no sabía lo que se estaba cociendo en los laboratorios de las superpotencias. Es cierto que en aquellos primeros años del siglo XXI hacía ya unas cuantas décadas que no se había producido ningún conflicto que perturbara la paz mundial. No digo que no hubiera guerras, claro que había, estamos hablando de los hombres, no nos olvidemos, y la especie humana se ha caracterizado a lo largo de la historia por su carácter belicoso, egoísta, avaricioso, cruel y desprovisto de compasión. No siento un gran amor por mis antepasados, como se puede observar. Y si bien es cierto que en aquella época había personas bondadosas, gente de gran corazón, líderes espirituales y artistas con un importante sentido de la belleza, no es menos cierto que éstos eran más bien pocos y se diluyeron como gotas de lluvia en el mar de la vulgaridad y de la malignidad. Expresado de otro modo, los humanos eran, ciertamente, inhumanos. Ya está dicho. Había guerras pero eran locales, en países pobres, sin recursos, poco significativas para las grandes potencias, que no movían un dedo para evitarlas. Esos conflictos eran importantes, en realidad, por la cantidad ingente de dinero que generaban a las industria armamentística, íntimamente relacionada con los gobiernos de las superpotencias, y también porque eran un teatro de operaciones magnífico, barato y con escasos daños colaterales (miles de vidas del tercer mundo tenían menos importancia que el último peinado del artista de moda para la opinión pública de la época) para probar las últimas creaciones en materia de armamento. Y aquí me interesaba llegar. No estamos hablando de armas convencionales, peligrosas, ni tan siquiera de armamento nuclear, potencialmente destructivo a nivel global, me refiero específicamente a las armas químicas y bacteriológicas, desencadenantes de la furia de la creación y de la futura extinción de la raza humana.

Los malnacidos lo consiguieron. Crearon un virus maligno y se les fue de las manos. No se sabe cómo se propagó, si fue un hecho casual o premeditado, ¿acaso importa? En aquella época el tema era recurrente, se escribieron historias de todo tipo sobre virus que se propagaban y acababan con la especie humana. El problema es que no se trata de fantasías del futuro, desgraciadamente, son hechos del pasado y solo quedo yo para contarlo. No pretendo extenderme demasiado explicando los pormenores de la tragedia, ni tampoco relataré mi vida a lo largo de estos mil doscientos años. No me queda tiempo. Cada vez estoy más débil. Pero quiero que quede constancia de lo que ocurrió. Es curioso, nunca me interesó contar mi historia. Siempre anduve muy ocupado con mi propia supervivencia y ahora que esto se acaba y mis semejanzas con un árbol que se muere sin agua aumentan, es cuando necesito que mi historia perdure en el polvo infinito de este planeta.

Enfermedad mutante, ése fue el nombre que recibió el virus y puedo asegurar que le iba al pelo. Aquellos tíos se lo trabajaron bien en el laboratorio, crearon algo cuyo afán de destrucción era gigantesco y que contrastaba con lo microscópico de aquella molécula insignificante. Fue imparable. Apenas llegó a la población resultó imposible atajarlo, se propagó como el fuego, pero infinitamente más rápido. El primer día arrasó una ciudad, en dos días un país, en una semana todo un continente y en dos semanas el mundo entero. El modus operandi del virus siempre era el mismo, pero el desenlace era distinto en cada caso. Apenas penetraba en el organismo, mutaba y afectaba a cada persona de manera diferente. Era espantoso. En la mayoría de personas, provocaba tumores de todo tipo, que crecían a velocidades de vértigo. Los infectados duraban apenas días, a veces horas, según los órganos afectados. Había casos en que el enfermo moría a los pocos segundos, como si se hubiese sumergido en una bañera desbordante de veneno extraído de mil de las serpientes más letales. El noventa por cien de la población fue aniquilada en pocas semanas. Para los supervivientes, el excéntrico virus tenía reservado otro tipo de muerte. Aquella molécula diabólica, en cuanto entró en el organismo de los que no murieron, provocó una serie de mutaciones absolutamente imprevisibles. De ahí su nombre, enfermedad mutante.

Siempre se dijo que hubo una pequeña parte de la población que no se vio afectada por la enfermedad mutante. Yo nunca me encontré con ninguna persona que hubiese resultado inmune a aquel virus, lo más seguro es que fueran eliminados por los mutantes como yo. Si la especie humana había llegado hasta el siglo XXI sorteando innumerables peligros, y había sido prácticamente destruida en pocas semanas, ¿qué se podía esperar de la nueva raza que había nacido de las cenizas de la otra? Los mutantes éramos diez veces más agresivos que nuestros progenitores y, en general, bastante menos inteligentes. Los instintos básicos nos dominaban y no nos dejaban razonar. Para colmo no existía la más mínima armonía en la nueva raza: la enfermedad mutante no había dejado dos especímenes iguales. Éramos, y me incluyo, seres sin empatía, incapaces de sentir compasión. Como era de esperar, nos enfrascamos en una lucha fratricida desde el primer momento. Era una pelea a muerte por los alimentos, pero también por el poder y por dominar a los otros y, ¿por qué no decirlo?, por el mero placer de matar. El virus había hecho el trabajo fantásticamente, había acabado con la mayoría y los que quedábamos éramos una pesadilla para la creación, una abominación. Si he llamado a los humanos inhumanos, nosotros éramos unos auténticos monstruos. La venganza que el Universo tenía preparada para los seres humanos había superado todas las expectativas. ¿Nos lo habíamos merecido? Supongo que sí.

Llegados a este punto, la preguntas clave que cabe hacerse es: ¿cómo he conseguido sobrevivir mil doscientos años?, pero también: ¿cómo sé que no ha quedado nadie más? Y casualmente las dos preguntas tienen la misma respuesta: yo soy el más grande. El factor suerte también cuenta, ya que se alió conmigo cuando aún no era lo suficientemente fuerte. En el momento en que el virus hizo su aparición yo vivía con mi padre en una cabaña en medio del bosque. Estábamos tan aislados que incluso podríamos habernos librado de contagiarnos con el virus en un primer momento, ya que la enfermedad mutante no se transmitía por el aire ni afectaba a los animales, era un producto específico para los humanos. Pero no pudo ser porque nos cruzamos con un cazador que llegó a tiempo de contagiarnos el virus antes de morir. Mala suerte para mi padre que murió en pocas horas, buena suerte para mí que muté y aún sigo aquí. Si no hubiese sido por el cazador yo habría muerto a manos de los mutantes cuando me hubiesen descubierto o, mucho más improbable, de viejo hace más de once siglos por mi condición de humano. Lo que está claro para mí, es que lo dos primeros años que viví solo en el bosque fueron claves en mi vida posterior. En ese tiempo me hice lo suficientemente fuerte como para machacar a casi cualquier mutante que viniera a acabar conmigo y, más importante todavía, la mayoría de los mutantes se habían matado ya los unos a los otros. Así que cuando empezaron a llegar los aplasté sin piedad. Pero claro, no lo he explicado y creo que ha llegado el momento: mi mutación no se reduce a mi extraordinaria longevidad.

Ésta es la pequeña historia que cabe en un párrafo, de un muchacho que vivía en una cabaña en el bosque solo, sin nadie más. Su padre había muerto tras una enfermedad relámpago que le mantuvo con vida tan sólo unas pocas horas, lo justo para despedirse. Era un muchacho triste y solitario, lo cual es bastante normal teniendo en cuenta que no vio una sola alma durante dos años. En ese tiempo cazó y comió, pescó en el riachuelo que cruzaba el bosque y comió, pensaba en las musarañas, recogía frutos y bayas y comió. Y claro, creció. Y siguió creciendo. Sin parar. Cuando rebasó los cinco metros de altura, pensó "no sabía que pudiésemos ser tan altos" pero siguió comiendo y creciendo. Cuando llegaron los primeros seres al bosque, pequeños, casi enanos comparados con su altura de doce metros, y antipáticos, tanto que pretendían quemarlo y matarlo, él ya había decidido dejar el bosque porque se había quedado sin comida. Y se lanzó al mundo.

Ésa fue mi adolescencia, la época más tranquila de mi vida, qué duda cabe. Lo siguiente fue un continuo deambular por las tierras de este planeta en busca de alimento, siglo tras siglo. Mi relación con los mutantes se redujo a aplastarlos como gusanos cuando se cruzaban conmigo, con la intención invariable de matarme. Hace ya mucho tiempo, siglos, que no he vuelto a ver a ninguno, por eso he deducido que soy el único que queda. He sido un ser asocial, agresivo, hasta cierto punto irreflexivo y no muy inteligente. Nunca me encontré a nadie como yo, ni tuve compañera de ninguna clase (quién iba a querer permanecer al lado de un gigante con cara de ogro y muy malas pulgas).

Mi vida ha sido una aberración. La enfermedad mutante provocó que mis células no envejecieran pero, por desgracia, también motivó que mi crecimiento fuera infinito. Y llevo mil doscientos años creciendo. Mido más de siete kilómetros de alto, y los problemas derivados de mi descomunal tamaño han llegado a ser insuperables para mí. Mi mayor pasión siempre había sido pasear por las tierras de este mundo, las cuales se habían convertido en mi jardín durante tantos siglos. Qué placer experimentaba en observar como mis pisadas se hundían varios metros en la tierra, como un simple paseo cambiaba la orografía del terreno. Tuve épocas especialmente creativas, en las que construía grandes cañones, inmensos valles, modificaba el curso de los ríos, creaba los paisajes que mucho después visitaba en mis excursiones, deleitándome con mis creaciones. Durante siglos mi vida ha sido plena. Ya no puedo caminar tranquilamente como antaño, la altura que he alcanzado hace que me cueste mucho esfuerzo respirar y me canso en seguida, lo que me obliga a detenerme continuamente. Eso me hace muy infeliz. Pero lo que realmente ha acabado conmigo es que me he hecho tan grande que necesito una cantidad ingente de alimento para nutrir mi enorme cuerpo. Y desgraciadamente he agotado los recursos de este planeta, al menos en lo que respecta a animales grandes y vegetales fáciles de recolectar. Durante este último siglo necesitaba todas las horas del día para encontrar comida, y apenas podía descansar. La altura que he alcanzado me dificulta sobremanera lo que hace siglos era tan sencillo. Mi vida se ha convertido en una tortura y he llegado al límite de mis fuerzas. Llevo años sin comer y hace días que no me puedo mover. Durante mucho tiempo me creí inmortal y lo que ha resultado inmortal es mi crecimiento. Éste es el final, me muero y conmigo el último habitante de este planeta.

***

Año 0 de la Nueva Era. El gigante mutante ha muerto. Los descendientes de los humanos inmunes a la enfermedad mutante salen de sus escondrijos bajo tierra, dispuestos a empezar de nuevo. Es el día más importante de sus vidas. Ya pueden vivir al aire libre y disfrutar del sol y del azul del cielo como sus ancestros. La época de oscuridad ha concluido. Los nuevos humanos ya pueden sacar a sus hijos de las entrañas de la Tierra y a los animales de las arcas bajo la superficie. Ya pueden construir sus casas y poner en marcha sus plantaciones sin miedo a que el coloso los aplaste sin piedad. Rezan a su Dios para no incurrir en los mismos errores que sus lejanos antepasados.

 
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"Todo crítico, ay, es el triste final de algo que empezó como sabor, como delicia de morder y mascar"

Cortázar

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